Críticas de espectáculos

Neva/Guillermo Calderón

Guillermo Calderón : Neva, Bilbao, Artezblai, 2007, Colección Textos Teatrales nº 27. (“Entrevista-prólogo”, diálogo entre el autor y Soledad Lagos)
Esta obra en un solo acto fue representada los días 20 y 21 de octubre por el grupo chileno Teatro en el Blanco en el marco del Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz 2007 (sala La Tía Norica). Pocos días después, cosa rara, fue lanzada la publicación del texto en un acto organizado por el FIT, dedicado a las recientes ediciones teatrales. Si se piensa que Neva fue estrenada en octubre 2006 en el teatro Mori de Santiago – donde permaneció ocho meses en cartelera – es un acierto que una editorial de Bilbao haya podido ofrecer la posibilidad de disponer del texto a quienes vimos y apreciamos la versión escénica en Cádiz.
El lector de Neva tiene una ventaja sobre el espectador, en cuanto a situar de inmediato la obra, espacial y temporalmente, puesto que la didascalia inicial y única del texto es: “San Petersburgo. Hace cien años, durante la tarde del 9 de enero de 1905. En la sala de ensayo de un teatro.” Sin embargo, el lenguaje enunciativo de los actores-personajes es suficientemente explícito en cuanto a los referentes espacio-temporales para que el público se oriente en este plano dramatúrgico. Completa estos datos básicos la situación inicial: tres actores que ensayan El jardín de los cerezos (1904), obra postrera de Antón Chejov (1860-1904), entre los cuales figura Olga Knipper, actriz invitada y viuda del autor. Se puede decir que de estos escasos elementos surgen los ejes fundamentales del diseño dramatúrgico, con dos líneas temáticas principales que se entretejen en el desarrollo de la acción dramática: el mundo del teatro y la contingencia histórica rusa. Aunque están profundamente imbricadas, será necesario tratarlas separadamente para una mejor comprensión.
El mundo del teatro. Esta línea gira en torno a Olga, actriz principal del emblemático Teatro de Arte de Moscú, fundado en 1998 por Demirovitch-Dantchenko y Konstantin Stanislavski, que ha sido invitada por una compañía de San Petersburgo para integrar el reparto de El jardín de los cerezos. Goza tanto de su prestigio de comediante como del vínculo con Chejov, autor consagrado, fallecido el año anterior. Sus confidencias, que se deslizan en las pausas del ensayo, se refieren a su pasado de actriz y a los últimos años de Chejov, minado por la tuberculosis, con particular énfasis en su muerte y en las relaciones conflictivas entre Olga y María, hermana del dramaturgo. Insiste en que Aleko y Masha representen los papeles de Chejov y del médico alemán, que lo asistió en los últimos momentos. En todo el desarrollo, prima en ella su comportamiento de diva, replegada enteramente en el microcosmos teatral, incluso cuando el mundo exterior haga irrupción en el ensayo. Esta visión del arte, disociada de la realidad, contrasta con la de sus compañeros actores, especialmente con la de Masha, como veremos.
La contingencia histórica rusa. Esta línea gira, en torno a Aleko y Masha, actriz extremadamente sensible a los hechos que anuncian el fin del aborrecido régimen zarista. Aleko es el primero en informar del desfile encabezado por el Pope Gapón (estimado en 150.000 personas), que llega ese preciso día hasta el palacio real para entregar una carta de reivindicaciones al zar de Rusia y que se termina históricamente por una masacre. Ésta provoca una revolución, que prefigura la bolchevique de 1917. Resulta inquietante, por tanto, el atraso de otros miembros de la compañía, víctimas quizás de la represión. Sin embargo, es Masha quien manifiesta una posición radical en pro de la revolución, consciente del precio a pagar en vidas humanas. Hay alusiones, igualmente, a la rebelión de los marinos del acorazado Potemkin y al atentado que costó la vida del ministro Vyacheslav von Plehve, signos claros del estado crítico de la situación en Rusia. Las referencias constantes a San Petersburgo cobran asímismo todo su sentido: capital del imperio, ciudad de revoluciones históricas y de gran tradición artística, volcada a occidente.
Es Masha, principalmente en la parte final y sobre todo en su monólogo que cierra la obra, la que remacha las dos líneas temáticas en juego, exaltando la revolución y criticando ferozmente la visión estrecha y ombliguista de la gente de teatro, incapaz de afrontar la verdadera realidad . Su diatriba no exime ni siquiera a los espectadores: “Odio al público, estos simplones que vienen a entretenerse mientras el mundo se acaba. Vienen a buscar cultura, a suspirar. Les debería dar vergüenza.” (p.61-62). Monólogo final que sirve de contrapunto al monólogo inicial de Olga, que se refosila en su ego exacerbado de diva. La posición de Aleko es más moderada, prefiriendo un retorno a la naturaleza, de ribetes tolstoyanos, a la utopía revolucionaria. Aplicando casi un lugar común acerca de las diversas posiciones de la élite rusa en esa época, podría decirse que las principales están representadas como ideales en los tres actores de Neva: el arte por el arte (Olga); el perfeccionamiento personal y la vuelta a la naturaleza, preconizados por Alejandro Tolstoi (Aleko); y la revolución total (Masha), aunque ya tenga sus reservas acerca del desenlace. Esta última triunfará con Lenin y Trotski después de 1917 y de la guerra civil.
En el plano formal, la opción de la “puesta en abismo” (o teatro dentro del teatro) provoca una dualidad constante de la acción, que oscila sin cesar entre el juego de los actores y el juego de los personajes, que éstos ensayan o improvisan en el momento, a veces sin transiciones explícitas. Los actores mantienen un distanciamiento constante, reforzado por la ironía y el humor, salvo en momentos en que aflora la violencia verbal. La dualidad se manifiesta también en otras instancias, en que la acción fluctúa entre el pasado y el presente, entre lo sentimental y lo ideológico, entre lo trágico y lo cómico, entre el monólogo y el diálogo. Por otra parte, el marco fijado al comienzo: “En la sala de ensayo de un teatro” y el diseño dramatúrgico corresponden a lo que se entiende por ‘teatro de cámara’, que exige una gran proximidad entre actores y espectadores. En el caso de Neva, la no mención de medios escénicos supone, además, que los actores son los soportes esenciales del espectáculo, bajo la tutela del director (es lo que se percibe en la propuesta escénica del propio autor).
Nada sabemos acerca de las fuentes documentales que sirvieron a G. Calderón para construir Neva, pero sí podemos constatar en su obra una fuerte impregnación de la historia rusa del período aludido y del teatro de esa época, en particular, de la vida y de la obra de Antón Chejov. Cómo no asociar el montaje de Neva con los comienzos del Teatro de Arte de Moscú, según lo narra Irene Némirovsky (1901-1942) en su famosa biografía, La dramática vida de Antón Chejov: “En una sala fría, húmeda, sobre un escenario mal iluminado, un conjunto de actores jóvenes representa ante Chejov.” En estas condiciones materiales precarias nacía la vanguardia teatral rusa, la que mejor supo representar el teatro de Chejov. Además, ese “teatro pobre” – en el sentido grotowskiano – que practica Teatro en el Blanco, corresponde también a la situación de una compañía independiente (como lo fue el Teatro de Arte de Moscú en sus comienzos), que hasta ahora no ha recibido ninguna subvención.
Esta compenetración de esa realidad y el talento dramatúrgico explican la fluidez y la riqueza del texto, que deambula con aplomo entre los meandros de una situación aparentemente exótica, que transcurre en las antípodas de Chile, pero que posee ciertas analogías con la situación de este país durante la dictadura militar (1973-1989). Dos de ellas son muy ostensibles: la feroz represión del poder tiránico y el hecho de que también hayan flotado múltiples cadáveres en el río Mapocho (al igual que en el Neva en enero de 1905), después de aquél 11 de septiembre de 1973.
Por cierto se trata de hechos históricos diferentes, pero Calderón logra aproximar ambos acontecimientos de manera sutil. Neva nos habla de Rusia a comienzos del siglo XX, pero también del Chile de las últimas décadas del mismo siglo y, por extensión, de cualquiera sociedad que aspire a un destino colectivo solidario y justo, además de hablarnos de la conciencia vigilante de los verdaderos artistas, tan ciudadanos como el resto de sus compatriotas.
Osvaldo Obregón (Université de Franche-Comté) Noviembre / 2007


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