Ni muy-muy ni tan-tan o de Jauja a la tierra de nadie
el rol del estado cuando las papas queman
Cuando surgen las crisis y los unánimes ‘ajustadores’ siguen los dictados del FMI, debe advertirse que lo que se despresupuestiza en un día, tardará años en represupuestizarse. Tal vez con esto entendamos que la ‘resistencia’ en la cultura nunca termina, porque aquella es una materia ínsita a la condición de ésta. Es probable que los positivistas de anaquel empiecen a ‘demostrar’, en el campo teatral, que hay demasiadas producciones y para pocas personas. “Nos merecemos optimizar lo que tenemos y con mayor eficiencia” (léase, para muchos). La supuesta sobreproducción de espectáculos empezará a ser ‘descubierta’ de pronto en el teatro alternativo y que de allí proviene una sobresaturación de la escena artística, dilapidante y superflua. Si usáramos el principio matemático de ‘visión de paralaje’ obtenemos una ‘zona de paralaje’. En síntesis, el paralaje es ver una cosa desde dos puntos de vista que resultan relativos, pero de cuya síntesis se obtiene una zona que es el ángulo dentro del cual, los umbrales relativos permiten asegurarnos cierta objetividad. Ópticamente sería como poner nuestro dedo índice y mirarlo primero con un ojo, después con el otro, para entender que la visión finalmente es una síntesis de las dos miradas relativas. De aquí que tenga lo que veo, un dedo. En este caso sería parecido: si vemos al teatro como cultural, artístico o ‘alternativo’, por un lado, y luego económica o empresarialmente por otro, es probable que podamos entender las relatividades de ambas miradas. Si Beckett (uno de los mayores dramaturgos del siglo XX) estrenaba sus primeras obras para un puñado de espectadores, ¿sumó al teatro o lo condenó confirmándolo en su minoritarismo? Claro, se puede decir que sabemos que sumó considerándolo desde la perspectiva histórica. Esto remite al consabido tema del éxito y el fracaso. Hay fracasos en relación a mis deseos y fantasías (quizá esta noche proyecté dormir en el Sheraton Hotel y estoy pernoctando apenas en el sofá de un amigo). Borges, citando a Kipling decía que ‘el éxito y el fracaso son dos impostores’, esto es, uno supone que depende de mí optimizar los resultados, según mis inalienables varas. Si nadie puede hablar del teatro como necesidad, que dos nos escuchen, empieza a ser algo. No se trata de algún derrotismo complaciente. Ahora mismo hay gente haciendo Sarah Kane para un puñado de sujetos que no se sabe si son fanáticos o despistados o Bartís haciendo uno de sus últimos trabajos para veintiséis personas por función. Será que siempre será un error ponerse del lado de la espectancia en términos numéricos y estadísticos. Es que siempre está esa sociedad soterrada, de riesgo, donde puede que el azar nos cruce con un Lenny Bruce que de buenas a primeras va a susurrar no menos casualmente, el mejor poema que vamos a escuchar en la vida. ¿Cómo amortajar esa aventura? El azar improgramable de los muertos de hambre. ¿Qué artista quiere que el boletero le cuente las entradas cuando está entrando al magno ‘ser o no ser’? Entonces, ¿cual es la unidad de medida que permite aquella afirmación del principio? Uno puede salir a las pródigas serranías verdes, con su modesta maquinita de cortar el pasto al hombro y decir que la cantidad de hierbas es infinita, quizá porque la mido en relación a mi vetusto aparato que apenas corta. ¿Quién corta el pasto natural que surge en la sociedad como inacallable manifestación expresiva? En tal sentido, la tópica del funcionariado acosado por mandatos de ajuste, es revisable por lo peligrosa. El eufemístico ‘ajuste’ se ejerce como violencia, como fuerza mayor inconsulta. No será raro que empiecen los probos a demostrar que mantener abiertas salas para pequeños públicos, es nefasto para la expectativa de crecimiento o de sobrevida de un país serio que se precia. Hay otro razonamiento: interesar a que esos cuarenta estoicos vayan a tu sala, es grandioso. ¿Cuarenta? Son multitud. Agradezcamos que vinieran. Si lo viéramos apostólicamente, podríamos decir que doce tipos pueden desatar una epidemia, ¿o no? Es una cuestión de actitud, que incluye estar atentos a ese sentido común disfrazado de infalibilidad que ostentan los intermediarios, quienes en nombre de la patria, darán de baja programaciones, proyectos y planes, y por el bien de todos, induciéndote a confundir las prioridades de lo que es para tu estómago con lo que es para tu espíritu, a costa de confundir la comida. Es probable que en medio del ajuste, nos demos cuenta de cómo ha crecido el sistema teatral, aún con nuestras miradas de paralaje, y hasta valoremos en su ausencia, su poder, su sentido, su signo vital impresionante que no coincide, quizá, con nuestros objetivos relativos (y a veces malsanos) de mantener a toda costa, nuestras obsesiones de expresarnos o vivir del teatro. Quizá sea mucho pedir que pueda verse que las excesivas salas, con su malhadada y despilfarrante actividad, que recargan el gasto público, no son sino el coeficiente de crecimiento de lo ingobernable. La ‘parte maldita’, subversiva, de una economía que no se deja encorsetar y prolifera como pasto, como pienso (perdón por el vocablo) del campo. ¿En nombre de qué queremos ponerle el cascabel al gato? ¿De la eficiencia? Depende de cada uno verlo como una metástasis degenerativa o como una gloria el encontrar de repente a una de nuestras grandes actrices haciendo ‘Medea’, para un puñado de personas que decidieron ‘trabajar’ de indoblegables espectadores. Porque el peor espectador es el que se sublima como aquello ‘del cliente siempre tiene razón’. Es teatro, y no el almacén del barrio, justamente por eso de ‘la parte maldita’. Ese sobredimensionamiento de lo cotidiano debe ser entendido: nunca pudo ser medido. ¿Quién podría hacerme olvidar la obrita de títeres que ví junto a mis hermanos, con la cara sucia y las zapatillas agujereadas, a mis cuatro años, en plena crisis (una de tantas), con mi padre desocupado y sin un matemático cerca que nos dijera si ese hecho era bueno para la geometría de nuestra alma, el de negociar espiritualmente con lo eterno, a través de esos pequeños muñequitos, portados por no menos hambrientos manipuladores. Quitarle handicap al arte no sólo es de cuño indemostrable, sino de un fariseísmo insufrible. Pero, no somos omnipotentes: pueden hacerlo. Pueden inducir a cifras de pena y llanto que no se tabulan en las calculadoras de la banca internacional. ¿Por qué? Porque, lamentablemente, hay gente en el propio sector que se olvida del templo que pisa. Que tiene habilitación para pasar de los territorios que legitiman y prestigian, a aquellos que dan brillo, fortuna, y aún sobrevivencia; esos donde se salvan solos y por lo que son capaces de hacer de su apostasía, un problema existencial que impacta gremialmente en todo el sector. Es momento para que los comunicadores que colmulgan con los tecnócratas, digan que al final ‘lo pequeño no es hermoso’, es aburrido. Ya ni siquiera tienen que ver los números. La fiesta de los mega-espectáculos hace de aquellos para cuarenta personas, una melancolía, una lágrima, un tango de la catatonia. Y otro peligro. El teatro que se nutre en el mundo de los pequeños públicos, se ve amenazado por las prioridades ‘macro’ y por la máquina diversionista que opera de bufón del ajustador. Eso sí es matemático, ya lo que aburre es el teatro en sí, y para cuarenta personas, bueno, eso es directamente un suicidio. No hace falta más: Lo que aburre en este caso es la estadística menor. El terror del Director de Cultura en época de crisis: hordas hambrientas de grupos de trabajo y creación, libres por las calles, creando condiciones trans-económicas. Desmintiendo el orden instituido de la hora. Es verdad que depende de muchos factores poder ver el mejor Shakespeare de nuestra vida en provincia, como dice Peter Brook que le pasó a él. Los grupos de teatro, es inevitable, no dejarán de hacer el trabajo sucio de un Estado que deja de hacerlo. El Estado cuida el gasto público, el equilibrio de las cotizaciones (usa millones para eso), las variables del gran capital. El tercer sector, como se dice ahora, dentro del cual se cocinan las energías de la Sociedad Civil, desprioriza aquello que recuerda que, entre la autorregulación que establecen las fundaciones de los famosos, los comedores populares solventados por las solidaridades de los ‘progres’ políticamente correctos, las caridades y limosnas exculpatorias en distintas gradaciones que autoequilibran un sistema a punto de explotar y hasta sustentado con créditos internacionales que han tecnificado los principios del equilibrio social, hay un nivel de conflicto que puede entenderse y ante el cual pueden orquestarse acciones concretas, democracias ‘reales’, acciones directas, revelaciones que empiezan como imágenes poéticas y que ocurren en convivios que ninguna ciencia demostró a priori como indispensables (¿somos lo suficientemente escépticos para descreer que una proliferación de sacrosanta inutilidad como los grupos de creación, son en parte síntoma de afanes como esos?).