En árabe cuando se dice «no», en realidad se está diciendo «no, y mil veces no». Sobre esta idea y con motivo de una exposición de arte islámico, la artista Bahia Shehab recopiló mil grafías diferentes de la letra árabe «no» desde 1400 hasta 2010, y desde Europa hasta China. El resultado fue un bello y gran estampado que mostraba la evolución gráfica de la palabra «no» a lo largo de seis siglos.
Con la llegada de la Primavera Árabe a Egipto en 2011 y la brutalidad de los militares contra los civiles en rebeldía, Shehab tomó aquellas grafías de noes y las fue incrustando en la paredes de El Cairo. A cada «no» le añadió un mensaje. Y así fue salpicando las calles de la ciudad con frases que rechazaban las prácticas habituales de quienes durante lustros habían ostentado el poder: «No al gobierno militar», «No a un nuevo faraón», «No a la violencia», «No a los héroes ciegos», «No a la quema de libros», etc. Shehab decía no, pero en realidad estaba afirmando el cambio social y político que gran parte de los ciudadanos reclamaban desde las calles.
Con independencia del contexto político, decir no suele dejar un eco rebelde. La cuestión viene de lejos. Heredamos un sistema educativo y un molde familiar alzado en una estructura jerárquica donde se premia la asertividad, el seguidismo a una inercia que viene impuesta, el silencio frente al discurso del profesor, de la maestra, del padre o madre. Como resultado y de entrada, no está bien visto decir no ni en casa, ni en la escuela ni en el ámbito laboral. Según las circunstancias puede entenderse como un desacato a la autoridad, un acto cobarde, o en los casos más leves un signo de mala de educación. Pocas veces se entiende una negativa como una reivindicación de la coherencia individual, como una defensa legítima de los propios valores o un derecho adquirido para tomar decisiones libremente.
Lo que en la vida cotidiana es excepción deviene territorio común en el arte. La vía de la negación que tan poco legitimada está en el quehacer diario, ha sido históricamente la estrategia principal que ha seguido el arte, y el teatro en particular, para renovarse. De hecho, se puede hacer una radiografía ética y estética de los teatros rebeldes que nos preceden a partir de aquello que rechazaron. Stanislavski inicia sus investigaciones renegando de la interpretación afectada y sobreactuada que copaba la escena rusa de finales de 1800. Copeau, en un impulso transformador paralelo al de Stanislavski que tuvo lugar en Francia, diría no al cabotinage, una forma de interpretación habitual en el novecientos que presentaba al actor de forma exagerada y falto de organicidad. Meyerhold se negó a seguir la estela del teatro naturalista, cuyo abanderado en los comienzos del 1900 era Stanislavski. Nuevamente en Francia, Artaud diría no a un teatro que se había convertido en sucedáneo de la literatura, y Decroux diría no a la palabra con la intención de investigar aquello que desembocó en el mimo corporal. Grotowski, por su parte, llamaría al proceso de aprendizaje de sus actores «vía negativa», con la que se opuso a que la formación actoral fuese simplemente un acopio de técnicas. Más tarde, Barba y su Odin Teatret asumieron conscientemente la vía del rechazo como camino de su búsqueda artística, al situarse claramente al margen tanto de los circuitos convencionales como de los alternativos. Brook rechazaría un teatro sobrecargado de abalorios escenográficos para llegar a la concepción del espacio vacío. Y más recientemente Bogart reniega frontalmente de la interpretación introspectiva propuesta por Strasberg y sus adláteres, y en dirección opuesta elabora los «Viewpoints».
En todos estos casos el rechazo es un punto de impulso. Es la manera de situar la concepción ética y estética en la punta del trampolín, para lanzarse hacia un lugar no previsto pero imaginable. El rechazo puede entenderse por tanto como algo que inicia el movimiento, que orienta el paso en una dirección que rompe la inercia habitual, y nos aleja de allí donde ya no nos reconocemos, allí donde percibimos que nuestra manera de proceder, en forma y contenido, no encuentra cobijo.
Toda innovación en arte tiene como raíz la negación. También se puede expresar al revés: un teatro estanco, muerto, es aquel que solo afirma a quien le precede. En la transmisión entre maestros y alumnos, resulta muy difícil distinguir a los alumnos fieles entre sí. Todas las sombras se parecen unas otras. Quien crece a la sombra de una tendencia o influencia, debe necesariamente buscar su luz para hacerse presente. Lo dicho suena a metáfora, pero tiene ejemplos palpables a lo largo de la historia. Solo recordamos a los alumnos insurgentes, aquellos que guardando lo esencial supieron renegar de gran parte del legado técnico y estético de sus maestros. Hay infinidad de binomios maestro-alumno que evidencian esta compleja fricción entre lo que se recoge de otros y lo que se busca por cuenta propia: Stanislavski y Vajtángov, Strasberg y Adler, Decroux y Marceau, Brecht y Müller, Grotowski y Barba, Barba y Brie, Suzuki y Bogart, etc.
Por alguna desconocida razón es más fácil reconocer lo que no queremos que lo que queremos. Esto resulta evidente cuando debemos tomar una decisión difícil. En el proceso de escoger una opción entre muchas suele ser útil empezar por detectar aquello que se rechaza. Sin embargo, si se niegan vías admitidas y transitadas por la mayoría, la decisión se vuelve compleja. Las suspicacia social y cultural hacia quien niega o rechaza, se vuelve entonces una realidad tangible, el diablillo en la oreja sembrando la duda: ¿Cómo vas a hacer algo opuesto a lo que se ha hecho siempre? Decir no a algo que muchos aceptan es una rebeldía íntima que busca distinguir entre el ruido el murmullo del propio deseo, ese susurro apenas audible cuando recién nace.
Si me remito a los orígenes de la compañía que dirijo, lo primero que me viene es una serie de noes sobre los cuales comenzamos a trabajar. No los escribimos en su momento, pero trataré de esbozarlos ahora.
No supeditar la subsistencia económica al número de funciones. Que la actividad esencial de la compañía no dependa exclusivamente del apoyo institucional. No hacer de la gestión económica un coto privado a la que solo algunos miembros del grupo tienen acceso. Que el reparto de responsabilidades no conlleve una relación jerárquica entre los miembros. No aceptar proyectos por encargo que solo cumplen una función servicial y que carecen por tanto de raíz artística. No ahogar los procesos creativos por cuestiones de producción. No reducir el teatro a la sola creación de espectáculos.
No eran, como ven, mil noes, pero sí los suficientes para unir a un grupo de personas en torno a una idea de teatro por descubrir. En su momento nos pareció lógico algo que hoy suena paradójico: empezar negando para construir.