No empujen
Tras mi convalecencia de varios meses decidí salir a la calle y echar una mirada a una ciudad, Valladolid y un festival el TAC, con el que tanto me une, me unió, lo vi nacer, crecer, convertirse en un referente europeo, un modelo que fue variando y que encuentro en esta edición del 2024 una buena ordenación, una selección de propuestas bien seleccionada, aunque me encuentre desubicado levemente por la nueva distribución de los espacios, en unas ocasiones lo aplaudo de manera fanático y en otras cavilo porque todo se hace tras un análisis de diversos factores. En cualquier caso, es un asunto menor.
Es evidente que el TAC es un fenómeno ciudadano, que con un clima tan apropiado como lo sucedido en esta edición, en todos los espectáculos que yo estuve había un gran número de espectadores, de tal manera que para alguien que está en recuperación física y que mentalmente se bloquea ante las masas y las miles formas de ocupar la calle con ejercicios circenses, de eso que los antiguos llamamos número que en un circo de siempre duraría como mucho diez minutos, se estiran hasta ocupar cuarenta o cuarenta y cinco minutos. La aglomeración me hacía sentir ganas de gritar ¡no empujen! Consigna que me rebota desde entonces en la cavidad craneal tanto por lo físico como por lo metafísico, ya que es obvio, evidente, que están llegando nuevas generaciones a la gestión, administración, dirección de instituciones, teatros, festivales y programaciones, y a veces parece que tienen prisa, que empujan para que los que solamente tenemos un poco de memoria y una hoja de servicios invisibilizada porque los adanistas han llegado a la conclusión de que todo, absolutamente todo, no existía hasta que ellos se graduaron, hicieron un máster, ganaron unas oposiciones o su primo ganó las elecciones en su pueblo y le ofreció la oportunidad de hacerse cargo de los asuntos variados que forman parte de la cultura y las fiestas.
Insisto en mis tópicos argumentales: los programadores inquietos, aquellos que están al día de todo lo que sucede en su ámbito de decisión, deben elegir sobre decenas o cientos de propuestas de toda índole. Seguramente hay un exceso de producción, una sobrecarga de obras similares, de corrientes que se consolidan dependiendo del éxito relativo de alguna pieza magistral. Quiero decir, y digo, que puede ser que un festival tenga un porcentaje mínimo de iniciativa en alguna producción o coproducción, pero el resto se debe completar con lo existente, y en todo, en las artes escénicas, también, existen añadas, momentos, circunstancias que influyen de manera directa en el resultado final de una programación que, además, debe repartirse por géneros, formatos y ajustarse al presupuesto destinado, teniendo en cuenta que, paradójicamente, el gasto mayor es el que se produce en materiales para la representación debido a que se deben acotar y preparar espacios, seguridad, etcétera, etcétera.
Me mantengo enrocado en la creciente sensación de pérdida de la esencia del Teatro de Calle. Numantino, talibán, dogmático, lo que ustedes quieran, pero podría, incluso, verter aquí mi idea sobre la incidencia de los momentos políticos en estas circunstancias, pero lo que se está haciendo de manera habitual es circo, payasos, espectáculos unipersonales o en dúo, que no intervienen para nada en el espacio urbano, sino que se plantan, a pie de calle o en tablado preparado y hacen algo que en cualquier espacio de interior se hace exactamente igual, quizás con unos focos si es cámara negra. Quiero decir que por miles de circunstancias los espectáculos de gran formato, los que inciden en lo cotidiano desde la paradoja y el encuentro inesperado se han ido diluyendo. Podría zanjar la cuestión diciéndome a mí mismo: es el mercado idiota. Y lo sé, pero ese mercado va mal. Hay que intentar incitar a crear desde la teoría, la producción y la exhibición obras, espectáculos, que retomen esa idea del Teatro de Calle que se fue fundamentando en las últimas décadas del siglo anterior y que, por tantas cuestiones detectadas, diagnosticadas y nunca solucionadas, se han ido perdiendo.
Lo claro y evidente es que los públicos multitudinarios, los de aluvión, los que van con sus hijos, los carritos, los que pasan y ven, los que disfrutan de estos espectáculos en las esquinas de su ciudad o en esos lugares habilitados, disfrutan de estas programaciones, de esos artistas que hacen cosas inverosímiles, de esos cómicos que repiten sus artísticas imposibilidades para relacionarse con el orden establecido. No hay reproche. Pido que eso no sea lo único. Y debo decir que en el TAC se supo compaginar lo popular, lo espectacular, lo exquisito. Había que saber buscarlo. Pero se me ocurre que se deberían hacer tutoriales para que los públicos se comporten de manera más ordenada y faciliten la visión a más espectadores. No sé cómo.
Y una cosa que me sorprendió mucho. El día de la inauguración, en plena ceremonia, recibí una alarma de mi periódico porque existía un problema con mi artículo diario. Tuve que salir corriendo para subsanar el asunto. Es una situación muy estresante, se solucionó, salí para incorporarme a la programación y de repente empezó a gotear. Al estar convaleciente me asusté, volví al hotel al resguardo, puse la televisión y me encontré con algo que debo analizar de manera tranquila. En un canal estaban transmitiendo en directo desde diversos escenarios las actuaciones. Las cancelaciones, las situaciones de espera, las reacciones de los públicos ante esta inclemencia, pero en donde arrancaron se emitieron. Debo seguir pensando en esta realidad, en esto que es, a mi entender, una contradicción absoluta. Pero que se hizo, y hay que pensar un poco más.