Zona de mutación

No hay tiempo que perder

Qué es lo que decide tener o no tener una visión macro, inclusiva del problema de los otros y que la lucha política-cultural puede ayudar a resolver de consuno. Ese pluralismo liberaloide, de hacer ‘lo que me venga en gana’, funcional al libre mercado, según Hal Foster, opera de sustrato y no hace más que retardar las discusiones, en una percepción moralizante de lo que otro caracteriza de mis posiciones o ausencias de ellas. Las disputas y visiones, en no pocos casos se reparten en franjas etarias, entre los beneficiarios indolentes de las políticas que generaciones anteriores coadyuvaron a instaurar, pero de la que nada saben, y los nuevos formatos sensorio-perceptivos que imponen los más jóvenes, que si no refieren necesariamente a una forma de sentir, aparte de sus opiniones propias, incluyen el rechazo imprescindible al viejo, aunque más no sea para imponer un rasgo diferencial y descontando que aquel no los entiende. Todas estos posicionamientos figurales, hendidos por lo que a nivel histórico encarnó en el debate modernidad-posmodernidad, certifica que en medio de la dispersión anímica, entre los que lamentan la retracción del pensamiento crítico y los que lanzados a vivir el instante, resulta realmente difícil producir algo que mínimamente pueda entenderse como proyecto común.

Una pregunta es si se puede propender al trabajo cultural de creación sin una concepción del mundo en donde imperativamente lo particular es excedido por lo colectivo. Quizá el shock de los países que tratan o tratarán de regresar del infierno del ajuste, puedan ostentar la evidencia de la mística compañeril perdida. Aquello de «o nos salvamos entre todos o no nos salva nadie».

Las luchas por ganar derechos emprendidas por sectores como las mujeres, la niñez, los homosexuales, son el reaseguro empírico, la reserva de conciencia de lo que las inefables calidades democráticas pueden aún hacerle al poder efectivo de las corporaciones, aún cuando estas propendan a que cualquier emprendimiento emancipatorio individual, caiga en la desazón de que es inútil trazar una geopolítica que incorpore al planeta como un ‘nosotros’ real.

La propia discusión cultural se enfrenta a la dialéctica de la reivindicación de políticas puntuales, sin la cabal dimensión de los cercenamientos que se le operan a su acción, cada vez que la sustraen de la posibilidad de ver y entender los dilemas profundos en que se vive y que son un acoso concreto a las condiciones de vida futura.

No hay tiempo que perder. No valen hermetismos ni clandestinidades. Los procesos identitarios que como estrategia cada tiempo ha desarrollado para perfilar y configurar una forma propia, requiere una especie de avasallamiento cultural. Una marejada de voces que no disculpan su mudez en un retraso digno de mejores prudencias. La mella, el socavamiento al sueño de todos, si aún vale decirlo así, se expone minuto a minuto a las más pavorosas mezquindades excluyentes, de aquellos que se han quedado con la parte del león, y que aduciendo todo tipo de atavismos de espíritu, de clase, de sangre, quieren que siga ondeando como la oriflama de un barco fantasma.

Quedan reaseguros posibles para que las acciones unitivas no naturalicen una política de supervivencia, que concede vivir de raíces y ocultos en los bosques, cuando es tiempo imperativo de dar la cara y de saber quién es quién en el concierto colectivo.


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