No puedo, tengo ensayo
Lloviendo, tronando, relampagueando…bajo un sol de justicia (exquisitos y únicos en Bilbao), domingos, fiestas de guardar, alguna que otra navidad…y la misma mirada resuelta. Los pasos resuenan mientras suben con determinación la cuesta que les llevará al local de ensayo. Sabes que el resto de los mortales se ha ido de puente, que ha aprovechado el día para ir a la playa, que hay comilona con los amigos este sábado: se sabe cuándo empezará pero no cuándo acabará. Y aún así, los pies siguen avanzando con determinación hacia el espacio de trabajo, mientras tus labios murmuran decididos el último texto con el que vas a trabajar. Es entonces cuando piensas: «Cualquiera que me vea…» «Cualquiera que me oiga…»
Me permito «robarle» a Borja Ruiz una de las expresiones que utiliza en una de sus últimas columnas, cuando habla de la picadura del escorpión para referirse al «enganchón» que vivimos (¿o debería decir sufrimos?), algunos de los actores y actrices que decimos: «No puedo, tengo ensayo» varias veces a la semana y muchos fines de semana. Para describir esa fiereza que se vislumbra en algunas actitudes, yo solía hablar de «veneno». Solía decir: «Ella o él también están envenenados», refiriéndome a aquella gente que es capaz de renunciar a prácticamente cualquier cosa, por tener un ensayo. Con una fe ciega. Sin cuestionárselo.
La dedicación es tal, o mejor dicho, las ansias de dedicación son tales que se mira con envidia sana a aquellos colectivos que desarrollan su quehacer teatral alejados del mundanal ruido. Utopía, sí, pero realizada en vida. Tal es el caso del Odin Teatret de Eugenio Barba. Ubicados en Holstebro desde 1966, un pueblecito de la Dinamarca profunda (con todos mis respetos para los pueblos de las profundidades). Y una piensa, quizás con cierta inocencia: «Así si, así si que es fácil poder dedicarse a ello en cuerpo y alma. Porque no habrá distracciones, porque no habrá que lidiar con la realidad pura y dura.» Aunque supongo que allá habrán vivido también lo suyo. Y precisamente, además, por el hecho de poder concentrarse y disfrutar a pleno pulmón del arte teatral.
Y esto me lleva a cuestionarme lo siguiente: ¿Qué coño hace que a alguien le dé tan fuerte por una actividad como para dejar tirados a amistades, familias, amores y trabajos? ¿Qué se esconde detrás de todo eso? ¿Hay otras disciplinas, además de la teatral, donde suceda que, año tras año y generación tras generación, haya ciertos locos y locas que decidan dedicarse al asunto en cuerpo y alma, independientemente de retribuciones monetarias y demás parafernalia y que se despidan, literalmente, de su familia y amigos antes de entrar en el proceso de preparación final antes de un estreno?
Marjane Satrapi, mujer iraní, nos da su versión en su «Pollo con Ciruelas». Según su explicación literaria, el arte no es más que un instrumento. Lo que hay detrás del tar, de la pluma, de las puntas de ballet, de la precisión de una pirueta y del verso encarnado es el amor. Aunque ni el propio artista lo sepa. «Pollo con Ciruelas». La portada del cómic es violeta, por si alguien la quiere encontrar. Una pista: Ella es la autora de Persépolis.
Cierro con un comentario fuerte de una gran amiga mía que no tiene pelos en la lengua y que se me ha quedado grabado en la cabeza desde que lo oí. A propósito de bodas, bautizos y comuniones, ella me habló de la mezquindad del artista, que es capaz de perderse un encuentro vital importante en la vida de alguien cercano por tener que subirse a un escenario. Ahí queda eso. Seguiría, pero por una vez en mi vida, no tengo ensayo y estoy de post-comida.