Zona de mutación

Noche de gala

El Olindo, nombre acorde al personaje, se sabía actor, si bien por los caprichos de la difusión no todos en el mundo dieron signos de estar muy enterados. Era la noche de Hamlet. Su noche, al punto que en su cabeza esta evidencia cayó tan de golpe, que en un éxtasis de espanto se hizo un corte al afeitarse para la función. Quién no tiene descontroles, des-coordinaciones, por causa de la adrenalina. Su cuerpo entero reaccionó imprevistamente pero para detener el alboroto, se dijo: «ya verás» y mucho antes que nada, ya había salido disparado de una forma que ni un fantasma surgido de la mente palpitante del proficuo Stanislavsky. Faltaban por lo menos cuatro horas para levantar el telón y había que estar no sólo firme frente al arte, sino a tiempo como bien lo sugería el maestro. Pero él se sintió atrasado; a punto de faltarle a una cláusula del CIEPA, el Código Ideal de Ética del Perfecto Actor. Debía ponerse en carrera inmediatamente rumbo al coliseo mayor. Pisó gente, la llevó por delante, tumbó una pila de revistas que ya no se venderían en el quiosco de la esquina de su casa. Sintió el insulto del quiosquero atrás, como el resabio de algo apenas audible que en realidad lo esperaba adelante: el arte, nada menos. Sacra inmunidad. Movió inconscientemente la cabeza, despectivamente; allá con el pobre tipo. Faltaban dos cuadras. Cruzó la penúltima esquina y percibió una vibración remota que rozaba su pierna. ¡Un paragolpes! «¿Que pasa, bella durmiente? ¿No ves que tengo prioridad?» Sintió en su cuerpo la sensación original de nunca haber corrido así. Los años que tenía le cayeron como un súbito cumpleaños, entre las intermitencias de carteles luminosos que guiñaban sus coartadas implacables. Como a punto de ahogarse, recordó aquel reniego de su madre: «Este tarambana, jamás sirvió para nada…» Si sólo miraras tu edad pibe, se dijo para adentro. Tendría veinte años y ya adolecía de crisis temporales. A mitad de cuadra fue su padre el que abatió su vuelo en la pista de las cuentas: «¿Actor?… ya le dije a tu madre que no me haré cargo de vagos…» El vértigo y la angustia lo hacían carretear hacia destinos indecibles. Se ahogaba al borde de un colapso. Entró descontrolado al edificio del teatro, como no sabiendo discernir si lo hacía al ralenti o a todo lo que daba. No había nadie; fuera de la guardia no estaba ni el personal de planta permanente. Fue a los camarines. Repasó su letra, la historia no escrita de Hamlet y que él se había ocupado cuidadosamente (¿ociosamente?) de trazar. Los manuales estaban respetados. Repasó asimismo su historia corporal como para comprobar que no le faltaría ni una sola fecha. Ahí estaba, enhiesto como un mástil en una capital abandonada. Limó a fuerza de maquillaje, escardaduras cotidianas y viró su cara hacia otra diferente, una que valía la pena. Se imaginó en el ‘ser o no ser’ con toda la disgregación interior que tan bien había vivenciado. Cuando el primer spot en rojo se incendió, abrió en tajos las últimas renuencias que antes podían haber enturbiado su arte, pero que hoy, confiadamente, descontaba que no se les ocurriría venir a romper la cita. Y ya no respondió por él, como no fuese el trance mágico de alguna posesión de esas de las que nunca se sabe… nunca. Con el veneno mortal que ardía en alguna arcaica herida, comenzó a recorrer los últimos metros de tragedia. Quien cayó a sus pies no era otra que Gertrudis, con dos gotas veladas en el rostro. El cuerpo ya sin vida de Polonio se balanceaba entretelones. Claudio y Laertes sufrieron la anticonvención de la fiebre protagonista. Y en el trompetear advenedizo y juvenil de Fortinbrás, brotó el aplauso como una mortaja gloriosa, para una gran noche de arte. Salió Olindo, como ocultando ese nombre tan inapropiado para encabezar las marquesinas, jadeante y con cara de «¡cómo he sufrido!» a recibir el clamoroso abrazo de un éxito indudable. Entredientes balbuceó: «Sabía que podía… lo sabía…» A sus talones fue discurriendo un reguero de sangre casi negra, y empezó a caer y morir para siempre, no sin antes percibir como un postrer insulto, o un alarido milenario y multitudinario que en el último segundo, parecía una sirena apresurada urgida por llevarse el cuerpo del delito. Mientras tanto, el servicio de escena colocaba sin unción, su cuerpo exánime, para ser bajado hacia los sótanos por el montacargas. Un milimétrico complot del personal técnico accionó para limpiar hasta la última señal del crimen. El asistente apareció con la misma técnica con que resolvieron la entrada del fantasma del padre de Hamlet. Estaba como loco:

-Olindo… ¡maldita sea tu alma!… han matado medio elenco y otra vez llegando tarde.


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