Noche de Reyes-La fierecilla domada/Propeller/XXX FEstival de Otoño a Primavera
Propeller: una visión tradicional de Shakespeare
Desde su creación a mediados de los noventa por el director Edward Hall, Propeller se ha distinguido del resto de las compañías especializadas en Shakespeare por un hecho bien diferencial: el estar integrada sólo por hombres, como sucedía en la época isabelina cuando eran ellos quienes interpretaban los personajes femeninos. Como era de esperar, éste fue el tema principal de la rueda de prensa celebrada en los teatros del Canal previa a la presentación de las dos obras, Noche de Reyes (Twelfth Night) y La fierecilla domada (The Taming of the Shrew), que este año nos trajo tan afamada compañía al Festival. ¿Qué significa esta asunción de los personajes de mujer por actores del sexo masculino a la hora de interpretar, dirigir y dar cabal sentido a la obra del inmortal bardo de Avon? ¿Qué punta se les puede sacar en los montajes a esos hombres que hacen de mujeres que, a su vez, se disfrazan de hombres, tan habituales en sus obras? ¿Cómo los tuvo in mente el autor al escribirlas y cómo los vemos nosotros ahora? Aunque no dejaron de reconocer que el seguir aquella tradición isabelina en nuestros días da lugar a una nueva versión de la obra shakespeariana, los actores que estaban en la mesa no quisieron entrar en más detalles – «propios de la crítica «, dijeron – y se remitieron a su director (ausente por motivos de trabajo) en cuanto responsable último del sentido que pudiera adquirir cada montaje. Eso sí, insistieron en que, a la hora de interpretar un papel femenino, nunca se planteaban el «hacer de mujer», esto es, adoptar los gestos y las poses de una dama o afectar la voz por parecerlo, sino que se adecuaban a la personalidad y el carácter del personaje que, en su día, creara el autor. Y en efecto, ése es uno de los rasgos más notables de Propeller: nunca se saca la impresión de que sus «mujeres» sean hombres «afeminados», sino actores que hacen, de una manera espléndida, «papeles de mujer» (otra cosa sería preguntarse si en los tiempos de Shakespeare se hacían sus comedias con tanta seriedad y los cómicos no sacaban partido de estas usurpaciones de género). Se trata, en todo caso, de una compañía sólida y conjuntada que va como al compás de un único metrónomo, sin titubeo alguno y a una velocidad inusitada.
Y siendo así la cosa, ¿por qué, tras el descanso, se deja sentir, en opinión del crítico, cierta monotonía y hasta un leve sopor en algún sector del respetable? Como se ha dicho, los actores son excelentes, los hallazgos escénicos continuos y todo va a toda pastilla. ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué nos empezamos a aburrir? Puede que la programación no fuese la adecuada en esta ocasión: mejor hubiese sido alternar tragedia con comedia – como ocurrió con Ricardo III y la «de los errores» hace dos años – que dos comedias harto parecidas como en éste. Los mismos recursos cómicos, semejantes enredos, repartos paralelos, parecido tono en la actuación, los mismos decorados, los mismos o similares trajes… Demasiada semejanza entre ambas obras, demasiada uniformidad en la puesta en escena… Y es que Propeller es un bulldozer, toda una maquinaria en acción que busca la perfección formal a toda costa y sigue un método inflexible para ello. Pareciera que se quisiese convertir en una compañía institucional, algo así como la RSC o la Comédie Française, con todo el riesgo de adocenamiento que ello comporta. No quiero decir que así suceda – su Ricardo III era perfecto – pero sí que pueda suceder.
Y luego está la propia obra de Shakespeare y, en particular, sus comedias, elaboradas para entretener a un público ávido de diversión, pero no por ello menos sofisticadas, exquisitas y primorosamente escritas. Hasta el punto de que, al menos durante el siglo XX, compitieron con sus grandes tragedias por granjearse el interés de la audiencia además de convertirse en la piedra de toque que muchas compañías, directores y actores escogieron para medir sus facultades frente al descomunal legado del dramaturgo inglés. En este sentido, aunque comedias ambas, Noche de Reyes y La fierecilla domada son distintas. La primera corresponde a la época dorada en la que, en la cumbre de su creatividad y entreverándolas con sus grandes tragedias – Julio César (1599), Hamlet (1599-1601), Otelo (1603-1604) – Shakespeare se vuelca en escribir obras más ligeras – Mucho ruido y pocas nueces (1598-1599), Como gustéis (1599-1600), Noche de Reyes (1601) – como para marcar su primacía en cualquier género que pudiera abordar el teatro londinense. La obra, inspirada en un cuento de Matteo Bandello, se representó por vez primera en Middle Temple Hall, una de las cuatro posadas de la corte en Londres, el 2 de febrero de 1602 y su título inglés, Twelfth Night, se refiere a la duodécima noche después de Navidad, esto es, a la de la víspera del día de Reyes, de donde viene el título, Noche de Reyes (o Noche de Epifanía, como la titula Luis Astrana Marín en las Obras Completas de Aguilar) con el que se la conoce en España. En tiempos isabelinos, esa noche se convertía en un verdadero carnaval, en el que los sirvientes se disfrazaban en las casas con las vestiduras de sus dueños intercambiando atuendos de hombres y mujeres con frecuencia. De ahí el ambiente general, un tanto desmadrado, de la obra, cuyo marco temporal da pie tanto al disfraz de hombre de Viola como al ácrata subtítulo que lleva, «lo que queráis», una invitación del autor a dejar volar la imaginación de la audiencia.
Nos informa la Wikipedia de que el abogado John Manningham, por entonces estudiante en leyes, tuvo la oportunidad de asistir al estreno y el detalle para con nosotros de dejar unas notas escritas sobre él. El episodio que más apreció fue la burla que montan a Malvolio, el cargante mayordomo de la casa, Sir Toby Belch, tío de la condesa Olivia, su achacoso amigo Sir Andrew Aguecheek, Fabián, el servidor de éste, María, dama de la condesa, y Feste, su bufón. Una predilección que se ha mantenido hasta nuestros días en cuanto el citado lance, aun siendo la trama secundaria, estructura la obra y es su parte más cómica. Y así lo entiende aquí el director, sacándole partido a la rechifla y dando ocasión a sus artistas de armar una marimorena semejante a la que se armaría en Temple Hall. Las canciones, la música, la mímica, el gesto, el movimiento, todos los recursos de la farsa se acumulan desatados en escena acompañando a un texto desmedido de juegos de palabras y retruécanos y creando una situación delirante que provoca la carcajada general. Estando todos relevantes, hay que destacar las actuaciones de Gary Shelford (María) y Chris Myles (Malvolio), que son determinantes en el embrollo, y la de ese bufón triste y oscuro, Feste (Lian O´Brien), que parece escapado de una de las tragedias del poeta.
Pero así como se da a esta parte una particular relevancia, la trama principal queda desdibujada en el montaje de Propeller. No es que la historia que se nos relata sea muy original, ya que el tema de la confusión entre hermanos gemelos o el de la mujer disfrazada de hombre ya lo ha tratado Shakespeare por entonces en La comedia de los errores o Cómo gustéis, pero puede que su puesta en práctica en Noche de Reyes sea particularmente novedosa y muy atrevida, desde luego, desde el punto de vista sexual. Ya hacía mención Manningham en sus notas de lo inusual que resultaba que Viola mantuviese su atuendo masculino hasta el final y de las múltiples consideraciones eróticas que podrían extraerse de este hecho. Recapitulemos: Viola sobrevive a un naufragio en el que cree perder a su hermano gemelo Sebastián. Vestida de muchacho y bajo el falso nombre de Cesáreo, entra al servicio de Orsino, duque de Iliria, del que se enamora de inmediato. A su vez, Orsino hace la corte a la condesa Olivia, una rica heredera que acaba de perder a su hermano y ha prometido guardarle el luto durante siete años. Cesáreo, por quien Orsino siente una extraña atracción, se convertirá así en go-between entre duque y condesa quien, como era de esperar, se enamora ipso facto del joven y agraciado mensajero. De este modo, Cesáreo se convierte en un doble objeto de deseo: por un lado, del duque, que sin saber por qué, se siente fascinado por su paje y mantiene con él una relación sutilmente homoerótica favorecida, si más cabe, por el amor que Viola le tiene; y por otro, de la propia condesa, que se le rinde incondicionalmente no sabemos muy bien si por su hermosa apariencia masculina o por su condición de mujer. Y es que, tras tanta confusión gay o lesbiana, late la ambigüedad erótica del personaje de Viola, que se manifiesta a las claras cuando aparece su hermano Sebastián, salvado del naufragio por Antonio, un lobo de mar. Un personaje, éste de Antonio, cuya presencia no tendría sentido si no es por el amor carnal que siente por Sebastián – en la obra se habla de «amistad» – y que llega al extremo de ir con él hasta Iliria, donde tiene su cabeza puesta a precio. ¿Qué otra razón, si no, tendría Shakespeare de hacer aparecer en su obra un personaje tan secundario si no fuera para subrayar la ambigüedad sexual de ambos hermanos? Para guardar las formas, Olivia terminará casándose con Sebastián y el duque con Viola pero, por lo que por entonces ya sabemos, bien podría haber sido al revés.
De este posible juego lascivo no quedan en la puesta en escena de Edward Hall más que las partes que se hacen evidentes en el texto. Aspirando a mantenerse en la tradición clásica, la música – el montaje – no va más allá de la letra. De ahí proviene también, o a mí me lo parece, la reticencia de los actores participantes en la rueda de prensa a perderse en elucubraciones sobre el juego de géneros. Y sin embargo, como lo anotó Manningham, ese sentido lúbrico siempre estuvo en la obra y concuerda con el espíritu festivo de comedias coetáneas del autor como son Mucho ruido y pocas nueces o Lo que gustéis (con otro buen ejemplo de travestismo, que es Rosalinda). Luego, es el juego sexual la tradición. E independientemente del respeto que se la deba o no guardar, lo que hace de Shakespeare nuestro contemporáneo son, precisamente, estas cuestiones que todavía hoy nos dan que pensar. Es esa cercanía a los problemas de nuestra sociedad la que nos lleva a sentarnos a su mesa para que nos hable de tú a tú, como lo hacen Cervantes o Montaigne. Lo demás es arqueología.
La cuestión se complica ad infinitum en el caso de La fierecilla domada (título un tanto almibarado que Astrana Marín traduce en un estilo más fiel y más castizo por La doma de la bravía). Considerada hoy como una de las primeras obras del autor, escrita entre 1590 y 1592, no se trata aquí de que se dé a una u otra parte de la misma un relieve mayor sino que toda ella, y en particular su discurso final de sometimiento de la esposa al marido, con ser consuetudinario en la época, choca con la sensibilidad contemporánea. Reconociendo sus múltiples incógnitas, una cosa es segura: que, por mucho que se la haya defendido y se haya presentado como una farsa de la que el poeta era consciente, se trata de una pieza sexista, de un perfecto tratado de misoginia y actitud patriarcal. Así, si Petruchio reduce a la otrora bravía Catalina a una sumisión humillante y total será tras una serie continuada de agravios, propios de un campo de reducación mental y no exentos de esa violencia que hoy se admite por ser «de pequeña intensidad».
¿Qué hacer hoy con una obra como ésta? No programarla sería como cerrar los ojos ante una realidad que nos dice que se trata de una de las piezas más celebradas del autor y de las mejor recibidas por la audiencia, que se toma a guasa (y a lo mejor se cree) las barbaridades que allí se manifiestan. Una segunda opción, que es la que ha seguido Propeller y parece marcar, como se ha dicho antes, toda su política a la hora de montar a Shakespeare, es no darse por aludido por la situación, sea ésta cual fuere, y seguir el texto al pie de la letra, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Política ésta de no tomar partido que, además de ser muy aplaudida por la crítica que se llama «imparcial», es totalmente acorde con los usos y costumbres liberales de la blonda Albión. Y una tercera vía, propia de una revisión crítica de la obra shakespeariana de acuerdo con los tiempos que corren, sería investigar a fondo las confusas circunstancias en las que se escribió la comedia, analizar su particular estructura – con un prólogo que no tiene nada que ver con el resto y puede ser la clave de su origen – y preguntarse, sobre todo, por las razones que pudieron impulsar al joven Shakespeare a ir en contra de ese plantel de admirables personajes femeninos que luego ocuparán su obra completa. Y una vez formada una opinión, adaptar la obra a nuestra escena sin cambiar ni una sola coma pero jugando con la interpretación y la puesta en escena. Maestros tiene en la actualidad el Reino Unido para hacer esa clase de trabajo.
Ése es el paso que, agobiado por una falsa idea del prestigio, la calidad y la tradición, no se atreve a dar Edward Hall.
David Ladra
Título: Twelfth Night (Noche de Reyes) / The Taming of the Shrew (La fierecilla domada) – Autor: William Shakespeare – Dirección: Edward Hall – Diseño: Michael Pavelka – Iluminación: Ben Ormerod – Música: Propeller –Sonido: David Gregory – Intérpretes: Lian O´Brien, Christopher Heyward, Arthur Wilson, Joseph Chance, Dan Wheeler, Benjamin O´Mahony, Ben Allen, Chris Myles, Vince Leigh, Gary Shelford, John Dougall, Finn Hanlon, Lewis Hart, Darrell Brockis, Arthur Wilson – Producción: Propeller (2012 / 2013) – Teatros del Canal, Sala Roja, 5, 7, 8 de junio / 6, 8, 9 de junio 2013