Nunca estuviste tan adorable
Texto y dirección: Javier Daulte Intérpretes: Anabel Alonso, Rubén Ametllé, Albert Ausellé, Lurdes Barba, Francesc Luchetti, Carme Poll, Mireia Sanmartín Serantes Kultur Aretoa. Santurtzi. 17-10-2008 ¿Es el caos, entendido como desorden personal, el que nos lleva al delirio de las apariencias, o por el contrario son las apariencias, entendidas como un medio social, las que nos llevan al delirio del caos? En cualquier caso hay delirio, entendido como algo febril, enfermizo, neurótico. El problema se cuestiona desde el recuerdo de la familia propia, sin negar esa nebulosa que la memoria impone a nuestra manera de ver, analizar e interpretar nuestros asuntos ambientales más íntimos. Es casi como un juego de rol, pero siempre lejano a la superficialidad del maniqueísmo, y es que se nos enseña a ver, analizar e interpretar: quizá dantesco, pero no maniqueo. La familia en cuestión se presenta compuesta por una galería de personajes, curiosamente ya evolucionados, que no aceptan su evolución: una madre con ciertos guiños a Bernarda Alba, que se niega a ver crecer a sus hijos (la envejecen, la decrepitan), que se niega a ver su fracaso matrimonial (la convierten en fracasada), y que se rodea de gente desgraciada –de la que se ríe y se burla, y a la que en el fondo desprecia- por el mero hecho de sentirse más feliz. Anabel Alonso llena y lleva a la perfección el humor absurdo de la caricatura en que a veces nos queremos convertir; su personaje vive en un mundo recreado por sí misma donde los valores no pasan de las apariencias de los abrigos de piel, el lugar de residencia o figurar en las carreras de caballos. Un personaje con un perfil psicológico riquísimo que en ocasiones nos muestra quién es en realidad: la bruja conspiradora que maltrata a sus hijos en cuanto éstos le recuerdan “lo que hay”. La obra culmina con la conformista aceptación de este personaje ante esto que hay, ante lo que ha creado, y acepta con estoicismo de vieja cascarrabias lo que el paso del tiempo ha colocado en el lugar de su ensoñación: esta sola, tiene una hija clónica, un yerno y un hijo peleles, un marido que la ha abandonado, una futura nuera-florero, y unos amigos que no le gustan. Pero es una mujer brava y sin victimismos: ella lo he creado, ahora apechuga con ello. Tarde, se da cuenta tarde (pero se da cuenta) del horror caótico que ha creado; ahora sólo le queda pagar factura: el vacío de unos hijos inútiles, el dolor y la vergüenza de haber sido abandonada, la autoaceptación del “me lo merezco”. Pero tampoco es aquí maniqueo el personaje: si en su primera parte tenía guiños a la realidad circundante cuando se erigía en verdugo de su contexto, en esta parte más real los guiños a la irrealidad vienen dados por esos fallos de la memoria, memoria probablemente adulterada por el propio deseo. Este personaje encuentra su alter ego en su “amiga” y vecina (Lurdes Barba), otra evitadota de lo evidente, pero quizá con un mayor contacto con la realidad puesto que, más vieja, la vida le exige ya el pago de esas cuotas terribles: la extorsión económica por parte de los de su sangre. Ambos personajes son simbióticos, se nutren el uno al otro: la madre reafirma su presunta posición ante la vecina-admiradora, y la vecina olvida sus miserias en el teatrillo guiñolesco que compone la familia protagonista. Otro personaje que termina por asumir su desgracia, su cobardía, su falta de resolución (una pena que este punto no quede bien definido en la obra), y que consigue por fin su huida: el suicidio. Preciosa metáfora dramática que la familia no quiere ver, pero cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar. No lo ven porque no la miran, y no la miran porque en realidad lo que buscan en ella es ser mirados y admirados. El marido de esta familia (Francesc Luchetti) es probablemente el más sano, y por ello, el que menos presencia tiene en la obra. Es víctima del amor que le profesa a su esposa y está pagando el peaje de su decisión desde el comienzo de la obra: su función es sólo la de adorar. Pero también evoluciona y abandona a su esposa por una “mujer de verdad”, eso sí, de puntillas y sin hacer daño: se va con la mentira de que le han ofrecido trabajo lejos. Pero esto no es grave, es otra mentira aceptada más en ese mundo de ensoñación: sólo duele por dentro, y mientras no se exteriorice, “no duele”. Perfecto. En realidad es uno de los motores de la trama: da alas a su mujer, lo que le posibilita crear ese mundo de ficción, y la hunde en las miserias de la realidad cuando decide marcharse. Los hijos de la familia son dos perfectos idiotas. La adoración que sienten por el mundo de lentejuelas de su madre, así como la ausencia de un padre (física cuando se va, pero relacional cuando está) los conduce a una confusión evidente. La hija (Carme Poll) termina reproduciendo el rol de su madre, aunque quizá menos creyente de su papel, más consciente desde el principio de su matrimonio y de su ubicación en una percepción más realista de la vida. Por el contrario, el hijo (Albert Ausellé) hereda la pusilanimidad de su padre, es conocedor de esa realidad maquillada, pero no es valiente, no se rebela y tampoco lucha: basta un mal gesto de su madre para sumirlo en su sempiterna depresión por un evidente aborto en su evolución personal. Al final se casa con quien se tiene que casar, es decir, con otra tonta que está a mano. Finalmente está la familia política. El yerno (Rubén Ametllé) que se casa oportunistamente con la niña mona que vive en el edificio de Cinzano, y que busca lo que todos: posición, apariencias, estatus. Más cándida y superficial es la futura nuera (Mireia Sanmartín), que actúa por inercia: se casa porque se tiene que casar, y se casa con aquel que le posibilita su permanencia en la cosmogonía acomodaticia (por ficticia) de esta familia; no sólo es superficial, es que además se le niega el poder de decisión: está enamorada porque se va a casar, no se va a casar porque esté enamorada. Le ha llegado la hora, nada más. La gran aportación de esta obra es el humor: la alta comedia, el gag espontáneo, el absurdo, el sainete… un humor bobalicón, facilón, de fácil ejecución, superficial… pero que, siguiendo el tono de la obra, es sólo una máscara al servicio de las apariencias… ¡y al servicio del mensaje!: es el medio para acercar al público la reflexión y la crítica, sirve para crear opinión, para que valoremos lo que tenemos frente a lo que queremos, y claro está, para evidenciar el híbrido ficticio de tener/querer: la apariencia de lo que quiero tener y no tengo, entonces lo finjo. La puesta en escena es francamente excelente, siempre en aras de las apariencias: es un decorado que pone de manifiesto el “quiero y no puedo” del opositando a “nuevo rico”, todo en un marco temporal perfecto: el Buenos Aires decadente de mediados del XX, aquella parte de América que quería ser Europa (más ficción, más negación, más apariencias). Decorado que evidencia más su deterioro con el pasar de los años: evoluciona la ropa, los peinados, el maquillaje… pero no hay dinero para reamueblar una casa que ya no es la de Cinzano. Geniales son los guiños a los grandes musicales y a las grandes producciones de Brodway; metáforas de las traiciones de nuestra imaginación, cobra especial importancia le recreación que llevan a cabo los “personajes” que la madre había creado en su cabeza ante el sarcasmo, flagelación, escepticismo de una Alonso decrépita y con la lección aprendida: son tonterías, ya no le sirven ni la nutren porque ha entrado en su propio mundo interior, ya se enfrente a sí misma. Ya ha culminado su viaje iniciático de heroína. El ritmo y pulso de la obra está bien llevado bajo una dirección meticulosa donde no hay detalles sin atender, donde toda la escenografía y escenotecnia tienen una función semiótica clara y definida: nada sobra y nada falta. Todo redunda en el mensaje. Bien, muy bien. Un trabajo excelente, que bajo la “aparente” superficialidad de elementos del teatro comercial (humor de comedieta, un rostro popular de la tele) al que tan acostumbrados estamos últimamente, los usa para hacer taquilla, pero los reutiliza de manera inteligente, resolutiva y eficaz: buen guión, buena puesta en escena, buenos diálogos y buenos intérpretes. A veces da gusto ir al teatro.