Zona de mutación

Obrero de la singularidad

El arte que sortea las determinaciones formales, linguísticas, semiológicas, políticas, es susceptible de ser evaluado por su potencialidad transformadora. Pero hay que consignar que las transgresiones que resultan del rango artístico de una obra, son posibles por esta condición. Al final «toda la licencia al artista» lo que dice es que el arte es susceptible de adelantarse a cualquier revolución. No es una defensa neorromántica del artista visionario, sino más bien, una reivindicación de lo que como muestra concentrada, dice su obra, en cuyo contexto su propia forma de vida suele postular la ética que acredita su manera de llevarla a cabo. No escapa que esto conduce a una conclusión discordante per se, desde que guarda la provocativa entereza de no consagrar a título de inferioridad el que el arte apoye a la causa, cuando puede reclamarse él mismo como la causa. Así considerado, la carga política del trabajo no debe demostrarse, es ínsita a su status de arte. Un ejemplo posible podría llevar al planteo de: para qué un arte que apoye a la clase obrera cuando él mismo es obrero. Cuando el arte trabaja para ‘crearse condiciones’ queda incorporado, aún cuando su diversidad discursiva haga evidente los sesgos absolutizantes de la ideología, de la directiva totalizante de los grandes modelos que se supone han de regir al mundo. Una conclusión es que no se puede llevar adelante la lucha a costa o en detrimento de la propia experiencia. Incidir en cada campo de la cultura, territorializa la crítica, la oposición y la protesta, en vez de sustraerla para mandarla a ‘otra parte’ adonde debe funcionar como el altar mitificado, sublimado y desafectado de los lugares donde la batalla cotidiana se lleva a cabo. Incidir en tales campos, por pequeños que sean, también son una estrategia valorable. El arte no es un ‘no-lugar’ político o la prostituta que ya tiene asignado un precio miserable en la red que la explota. Si esto es desmentido por los hechos, es por la miopía de los pro-pios sectores que lo practican. Esto sería como pensar realmente que la vida, la revolución, siempre están en otra parte. La cultura que compensa todo aquello que los estados no hacen, convierten el acto de abrir la puerta de una sala en un acto de ‘asunción del teatro’.

Los partidos pretendidamente democráticos que pretenden instrumentalizar la cultura a la coyuntura, equivocan el camino, toda vez que usufructúan sin devolverle nada a su herramienta. Sólo la usan. Así resignan una ‘dialéctica de materia gris’ y el sujeto pensante pasa a ser un autonomista reprobable, un ‘clochard’ cultural, un ‘outsider’ narcotizado, un decadente, un egocéntrico. En realidad mucho de lo nuevo está ya en la ruptura perceptiva de estos adelantados: Van Gogh, Artaud, Dylan Thomas, Meyerhold, Víctor García, abrevadores de un milagro inentendible. Si la revolución es un sueño eterno, sólo puede sustentarse, no como formulismo discursivo sino como plasmación formal que ilustra en acto su propia proclama. Lo que, por otra parte, sólo puede exponerse con una cultura propia, autopoiética y no por la manipulación de la energía creadora de otros.

Si los lenguajes también deben liberarse, es difícil pensar la propia libertad con el lenguaje del opresor. Así como también es cuestionable que se pueda sostener una lengua en el consignismo calcáreo y reductivo que pone por delante el fin sin aportar los medios para llevarlo a cabo.

Cualquier colectivo independiente puede padecer este inmediatismo auto-anulativo, este zarpazo que busca su formidable energía social, pero sin entender, fuera de la manipulación dirigista, la inmedible carga para la tarea que ella hace pensable. Es bastante común observar cómo se busca el concurso de las murgas culturales para funcionalizarlas a un fin, exponiendo en el intento, la concepción que se reservan respecto a cualquier estructura pensante, que ya por autonomía o por diferencia, evidencian lo que insinúa el tufo de un pensamiento propio. Lo no incondicional, está separado, en la vereda de enfrente. Y en esto tanto derecha como izquierda van parejos en su tendeciosa obtusidad.

La cultura de los artistas cuajan en obras. Las obras son testimonios de un pensamiento, son pensamiento en estado sólido. Una prueba, una referencia ética ineludible. Por lo general, cierto sentido político que se expresa en impulsos adolescentizantes, desconocen tales obras. Entonces, la consigna teórica sin valores de concreción, no incorpora la ética del realizador (realizador que como la palabra lo dice, es un agente con capacidad de concreción). Esa ética es obrera, porque un artista que trabaja lo es. Un artista no se diploma ni consagra de obrero en otra parte, por los designios de alguien. En un medio abrumado de masificación, producir singularidad es un dato transformador. El artista es eso, el obrero de la singularidad.


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