Obsolescer
Obsolescer, invitar a objetos o situaciones a perder su permanencia, su vigencia. A agotarse y a favorecer lo nuevo. En la industria y como mecanismo de consumo, los diseñadores incluyen en sus productos y mercancías, la calidad técnica de ser útiles por un tiempo acotado. Su rotura o inutilidad induce a su reemplazo por un nuevo producto resuelto en una nueva compra. En el campo artístico, la inefable sonrisa de la Mona Lisa o la intangible certeza de lo que Hamlet es, portan en su esencia y materia, la calidad de tal obsolescer para reciclarse, reinventarse a cada mirada diferente. Cada obra pareciera emitir aquel: «no dedicaré la flor de mi vida a la petrificación» que a modo de consigna emite la Miss Brodie de Muriel Spark. O para decirlo en los términos de Aldo Pellegrini, la propiedad de una obra de portar en sí misma la capacidad de destrucción necesaria, de auto-destrucción indispensable para no congelarse para sí misma en lo que pretende ser, esto es, en no ser ni siquiera para sí misma, lo que pretende ser. Esa movilidad, esa intangibilidad desespera a los cazadores de sentidos, pero no hacen con sus obsesiones, otra cosa que congelar aquello que está llamado a recrearse en su mutabilidad. Esa indecibilidad, indecisión, esa incertidumbre, confiere a una obra la posibilidad de petrificarse en su mismidad, asumir aún dentro de sí, las condiciones que la llevan a entender su muerte, o la capacidad de no ser según los designios que definen una obra nada más que por lo que esta puede ser en su fijeza, en la fijeza adquirida en los espíritus de sus fruidores. Aún cuando algo ha de estar quieto para entender lo que se mueve, la volubilidad desafiante de una obra, el don de ser arena entre los dedos atenaceantes del prejuicio, agua entre las voluntades apresantes de los dogmatizadores, será lo que el artista sintoniza en su justa medida para distraer las fijezas vocacionales de sus observadores. Esa versatilidad resuelta en inatrapabilidad fluyente, puede ser tan aterradora como indicadora de trasfondos formales apenas entrevistos. La erosión de los relieves que produce el tiempo, devela tal variabilidad. Sus mareas, sus vientos, sus arenas, atacan con deleite a esas construcciones enhiestas en el corro de los flujos, pero no, los propios sedimentos, la propia masa corpuscular de los médanos, se reconfigura en una nueva formalización efímera. Cómo establecer en el proceso creativo y en su precipitado en obra, el principio que rompe en su curso las fijezas. La creación capaz de portar por su propio mecanismo de identidad, lo que la destruye y reconfigura en aquello que nadie esperaba. La capacidad ínsita de la propia obra a reinventarse, a ser distinta cada vez. Esa obra que ya dejó de ser lo que era cuando fue vista apenas un minuto atrás. Viviendo hacia adelante y pensada hacia atrás, según decía William James citando a Kierkegaard. Desanudar sus enlaces y reanudarlos en tramas cambiantes. Engañar al ojo, a todos los sentidos, donde un rostro es uno y miles de otros más, y cuando bajamos la escalera hacerlo todos los que somos a la vez. El vértigo de aquello que se pasa a las secas captaciones. Arenas de Ballard donde residen los secretos de la forma. Sus inenarrables seducciones, sus fata morganas impiadosas, en ser lo que ya no es. Desesperación y angustia de las propias determinaciones. Desmantelamiento de las seguridades culturales enarboladas para instrumentalizar la belleza en el mundo. El peligro del yo que se ama, se envanece en sus sapiencias. La falta de humildad de no saberlo todo, de tan siquiera saber nada. La función disfuncional de las obras, las carreras, las trayectorias Desordenando los ovillos con los que se van a entramar los abrigos. Negándose a enfrentar la inclemente desnudez inabarcable de los materiales. Sin embargo, hay un instinto.