Pantallas quebradas
Los vagones del metro atestados de gente en las horas punta, se han transformado, al menos para mí, en el compendio de todas las actitudes humanas contemporáneas. Se pueden ver desde los diferentes uniformes utilizados en función del rol que se desempeñe o se pretenda desempeñar en la sociedad hasta los accesorios que los acompañan, pasando por las posturas adoptadas.
Mucho se puede inferir de la ropa, del teléfono portátil o de su ubicación en relación a las puertas del vagón.
¿Marca real o pirata?
¿Iphone o cualquier otro?
¿Eternamente junto a la puerta de salida del vagón impidiendo el acceso de otros pasajeros?
Tanto de manera individual como la combinatoria nos permiten elaborar complejas teorías con respecto a un individuo. Al menos en eso me entretengo yo para sobrellevar con cierto estoicismo los viajes a primera hora de la mañana.
Dentro de esta inmensa variedad de alternativas, por supuesto una que es signo de nuestros tiempos, es el teléfono portátil. Durante los viajes, más de la mitad de los pasajeros manipula su teléfono mal llamado inteligente para acercarse a quienes están lejos y alejarse de quienes estén cerca.
De este fenómeno en el límite de la paranoia, me ha llamado la atención la gran cantidad de pantallas quebradas.
Generalmente tiene directa relación con la edad del usuario; mientras más joven sea quien manipule el aparatito, habrá más pantallas quebradas casi ilegibles y mientras más edad tenga el propietario del artilugio tecnológico, no solo su teléfono estará en buenas condiciones sino que después de usarlo lo guardará en un estuche para tal efecto y poder así protegerlo.
Mis abuelos eran considerados por quienes no los conocían como tacaños. Guardaban todo, absolutamente todo para utilizarlo en algún momento y gastaban lo mínimo posible. Claro, vivían una vida de privaciones extremas pero tenían un objetivo; cada 4 o 5 años viajaban alrededor del mundo por al menos 6 meses. Ahora de adulto los entiendo, sobre todo si pienso en lo difícil que era viajar hace 50 años atrás. Ídolos.
¿Pero ahora qué?
El mercado nos ha seducido con la idea de que lo material hace la felicidad, felicidad que debe ser renovada constantemente para tener los artículos de última generación porque la obsolescencia hace que cualquier cosa material que adquiramos, pase de moda rápidamente o simplemente se transforme en algo inútil en comparación al último lanzamiento del producto.
Hoy tener un ordenador de 4 años es prácticamente pre histórico. Las aplicaciones y programas son cada vez más complejos, lo que requiere más capacidad de hardware y como el hardware tiene mejores prestaciones, las aplicaciones se hacen más poderosas y así en un suma y sigue de espiral infinita.
Las pantallas quebradas representan eso:
¿Para qué molestarme en cuidar mi teléfono si sé que lo voy a cambiar por uno mejor en poco tiempo?
Mientras sea capaz de enviar y recibir Whatsapp, ver a medias las fotos de Instagram, enterarme de lo que pasa por Facebook o navegar a medias por el ciber espacio, todo está bien.
Ya no interesa el detalle o la vivencia, lo único que importa es estar conectado con el mundo en todo momento y lugar.
Vivimos la cultura de lo desechable incluso en las relaciones sociales.
Todo el mundo ha visto ya sea por televisión o por internet un Camello pero cuantos han podido montar uno.
Mis abuelos sí.