Zona de mutación

Parallax 1

                                                                                                         Si hay una narrativa es porque la acción dramática

nunca coincide con la escena y esta trasciende todo relato.

‘La escena y el ojo’ (Guillermo A. Maci).

El teatro es un acto sobredeterminado. El efecto destilado del alma. Nada que ver con una multiplicidad inatrapable, aunque lo que percibimos, al momento de hacerlo, es efecto de lo imprevisible. Todo lo demás es literatura. Lo que se construye es un inconsciente escénico, que en el ‘acting out’ de sus fondos inexplicables, deja testimonio de su raíz fenoménica. Es una resultante y no la viscosidad inatrapable de un significado. En este punto, si la esencia de la palabra es hacer ver, como dice Ranciêre, la pulsión escénica tendrá algo de catástrofe, de escándalo, en tanto romper la barrera discursiva, equivaldrá a evitar que lo visible quede bajo su éjida. Porque, como insiste Ranciêre, «la palabra le impide al alma mostrarse por ella misma, mostrar lo que prescinde de palabras, el horror de los ojos reventados». Y esto es lo que los cráneos de las nuevas dramaturgias han de captar, para dejar de martillar el mismo parche, con apenas algunos cambios de sintaxis maquillados de pintorescas novedades. Este aspecto asume una dimensión cabalmente antropológica, porque implica colocarnos en superficies liminales, maximizando las potencialidades de lo que es humano. Ya no la medida del hombre, sino la del hombre escamoteado. El teatro es la promesa que dictamina la autodeterminación de sus partes. El árbol de levas es una preciosa unidad, pero sólo parte de una promesa del automóvil de la que formará parte. Las ansiedades profundas que produce el teatro, se originan en que tal virtualidad puede mantenerse hasta el final, hasta los actos últimos y secretos de un espectador que se lleva hasta su almohada, la consumación de lo que una obra es (en el mejor de los casos) para él. Maravillosa incertidumbre, los espacios pre-épicos y post-épicos del teatro. El horadamiento al relato. El que nos cuenten una historia como seguridad de miedosos. La racionalidad no es el fruto de tal seguridad, de tal comodidad. Lo que se dirime es otra cosa, si al fin y al cabo, la inteligibilidad (y con ello la racionalidad) está en la propia forma. El teatro narrativo es un teatro con trampa porque es fingir una infinitud virtual que ha de ser física. Los trasvases subjetivos son parte de una artesanía. La de la doble doblez enunciativa (autor-personaje, actor-personaje), se resuelve por eficacia teatral y no por algoritmos matemáticos. No es rara la apelación no-teatral a un narrador, que suspende el resorte teatral y lo congela en la virtualidad de la promesa anti-teatral. El relator disimula todo lo que no es dramático. El planteo es que no hay necesidad de tal disimulo. La esencia teatral no es amiga de explicitaciones, mucho menos de lo que a la escena le queda vedado. La inteligibilidad de las obras son un mandato de la hegemonía de mercado, que hasta incluye el sano tino burgués de cumplir con la seguridad jurídica para el buen inversor. La crítica en paralelo está entrenada: obra que no se entiende es mala. Vale decir que la eficacia dramática sólo se reconoce en su realización escénica y no en los devaneos de gabinete. La vuelta a la palabra, en el marco del agotamiento de las fuerzas utópicas, bien puede ser la instalación en una ‘nueva oscuridad’ (Habermas), como una recodificación retroactiva de lo no resuelto (y sobre lo que no hay demasiada voluntad de que lo sea), que Harold Foster sindica culturalmente como síndrome de ‘acción diferida’.
Por otro lado, entre la obra leída por un lector común y la memorizada por un actor, no hay demasiada diferencia. El saldo en ambos casos, es que no se elimina su virtualidad, sino que, al contrario, es sumida en la a-experiencia, hasta el colmo de materializarla fingiéndola experiencia total. Recuerda al estupendo personaje (Otto Gross) que interpreta Vincent Cassel en la película ‘Un método peligroso’, cuando espeta a Jung sobre que ‘madurez es rendirse’, peor, que ‘madurez es no tener la experiencia’. Una inmadurez gombrowiczida, la desgracia del texto como un temor a vivir. Una falsa afirmación pre-experiencial. Una bravuconada retórica. El pulso vital contra la ilación. Ya no es la antigualla de cuestionar que la historia se cuente, sino salvar la capacidad de que puede argumentarse por imagen, por contacto, por sonido, por dinámica. Una explosión de los procedimientos dramatúrgicos que no queden anclados subsidiariamente, como un recurso, a los avatares de la metodología científica. Orson Welles muestra en ‘Fraude’ cómo los procedimientos de imitación pueden llevarse a cabo no en el plano de la naturaleza, sino en el del estilo, esto es, en el de los mecanismos subjetivos privativos. El fraude no sólo está en crear ‘Picassos’ que Picasso no pintó, sino en el pecado que el ‘non plus ultra’ de la mímesis implica.
De momento, el mundo en relieve del teatro, afronta el ácido de la virtualidad.

[1] Aparente desplazamiento del objeto por el movimiento del observador. “El retorno de lo real”, Hal Foster, Ed. Akal 2001.


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