Parece pan pero es queso
avatares de ‘lo verosímil’
Este concepto es un bastión fundamental de la mímesis. Vero-similitud, verdad-simular-semejar. Para que el símil verdad ocurra, deben crearse las condiciones de necesidad que operan como el fiel que decide sobre tal veracidad. Hay un punto en que no hace falta ser verdadero sino parecerlo, que lleva a la sociedad a través de boleros, de frases y decires populares, a manifestar: “¿cuándo dejarás ese teatro?”, “teatro, lo tuyo no es más que teatro”. Hasta los políticos más cuestionados acusan a otros símiles de “estar actuando” o “sobreactuando”. Tal vez sean estos, signos de una crisis de la representación, asumiendo que ésta sólo puede nutrirse como tal, a través de las leyes de la mímesis. La crisis o derrumbamiento de ésta, desató un verdadero estallido en las condiciones que sostenían al teatro como lo conocemos, al menos desde los griegos. Crisis del personaje, de la palabra, de la estructura, del espacio, de la recepción. Esta crisis, poco menos, obliga a que cada artista sea un demiurgo que sostiene las leyes específicas de sus mundos creados. Las leyes de necesidad temporal, histórica, revientan. Creer o no creer es secundario. Estamos en medio de una acontecimiento que nos avasalla en su ocurrir; nos sobreviene, nos adviene, y donde no importa un comino nuestra opinión o lo que pensemos de él. Aristóteles, y hasta Brecht, empiezan a quedarnos lejos. Parecieran hoy tener más razón los Joseph Chaikin (aquel del Open Theatre al que Susan Sontag le dedicara un libro señero como ‘Estilos Radicales’), el Living Theatre, que quizá por su pertenencia a un medio sin la repercusión vanguardista que le significó al mundo Europa (recordemos cómo Bob Wilson decía: “si quiero hacer vanguardia me voy a Europa”, tal como lo hizo), terminaron en los hechos siendo una influencia menor. Para el caso, Beck y Malina no fueron teóricos menores. Ahora, aquella necesidad aristotélica hace que el personaje sea coherente o uniforme con relación a ciertas pautas o referencias, lo que le concede una lógica. Con la crisis de la mímesis esa lógica queda rota. Pero, ¿fuimos a un plano absurdo, irracional y nada más? A mi modo de ver, no. También fuimos a planos alternos, a universos paralelos que la perspectiva macro-física pre-einsteniana impuso a la mirada. Se rompió la ley de causalidad que decidía en la geometría euclidiana del espacio teatral. La lógica imaginaria de un artista ¿qué referencias tiene para corresponderle una lógica, al menos interna, a sus condiciones específicas? ¿Cómo deben medirse los comportamientos de los personajes en esa cadena a-causal? Es que ni siquiera cabe hablar de personajes, ni de encadenamientos conductuales. Entonces, ¿cuál es el asidero? Las acciones se verosimilizan en relación a una condición de ese mundo específico de la escena. Se da algo así como: “esto es posible porque yo lo digo”. No es soberbia, es lógica demiurgica. ¿Está bien hablar de una racionalidad lineal, sucesiva? O ésta efectivamente deberá ser considerada como sincrónica, discontinua, vertical. Qué duda cabe que hay una política administradora de lo creíble. Para creer en una cosa u otra, hay un cuadro socio-cultural que dictamina, impone, rige, moldeando percepciones, reacciones. Con lo que ‘verosímil’ queda adscripto a lo que se espera que hagamos. Lo que pareciera indicar esta idea es que la verosimilitud, en la política artística, estuvo atada a la pata del borrego.
algunos caminos de seguimiento
Es cierto que el origen de la ‘mímesis’ es confuso. Después, más que confuso es complejo. El término, si bien post-homérico, es hasta que toma rango filosófico que se eterniza, al calor de dos monstruos (Platón-Aristóteles), pero también de muchos otros, es justo decir. Hay una profusa repercusión del tema en la filosofía francesa, por lo que no sería mal ejercicio seguir su evolución a través de autores no-franceses. Es el caso de un importante filósofo polaco como Tatarkiewicz (‘Historia de Seis Ideas –arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética-’). Más conocida es la Escuela de Warburg que recala en Londres al calor de la extraordinaria biblioteca que, como un barco fantasma, huía de la destrucción del nazismo incipiente, y que generó desde allí los estudios de arte más importantes del siglo XX. Los cambios de paradigma operados por la simple evolución del conocimiento científico, no pueden menos que tratarse epistemológicamente, por lo que antes que misticismos à la Fritjof Capra más recomendable sería valernos de Thomas Kuhn1. Parte de los avatares del término han sido decodificados como ‘imitación’, pero acá hay que hacer la salvedad que entre los griegos, imitar no era meramente copiar la realidad externa, sino expresar la interna. La copia de la naturaleza se complejiza con la copia de la apariencia de las cosas. Es famoso el postulado de Platón que rezaba que el artista es un hacedor en tercer grado, puesto que él imita lo que ya es la copia de una esencia. La idea de lo mimético en el Renacimiento es una idea dominante, porque no eran pocos los que postulaban ideas anti-miméticas (Poliziano, por ejemplo). La tesis renacentista es de gran impacto en la génesis del barroco, es decir, el objeto de imitación debería ser no sólo la naturaleza, sino la de los mismos mecanismos subjetivos. Así, habría una imitación hacia ‘fuera’ y otra hacia ‘dentro’. Esta doblez, barroquismo de la doblez, tiene su consumación maestra en ‘Las Meninas’ de Velásquez. En teatro no sólo en la famosa escena de ‘teatro dentro del teatro’ de Hamlet, sino y de una manera más radical, en una obra que explícitamente y de una manera visionaria, a través de un excelso manejo de todos los géneros teatrales, permite adelantar las preocupaciones teóricas del teatro de la Modernidad, como es ‘La ilusión cómica’ de Corneille, obra que en el siglo XX, entre otros, realizaran Louis Jouvet y Giorgio Strehler.
[1] ‘La estructura de las revoluciones científicas’. Breviarios 213. Fondo de Cultura Económica, 1971.