Parecidos razonables
Durante quince días del mes de mayo, ha coincidido en la cartelera de Londres y Barcelona, la representación de una obra tardía y poco conocida de Henrik Ibsen, «El petit Eiolf» / «Little Eyolf». Las dos producciones se han podido ver durante un mes en la Sala Beckett del barrio de Gracia de Barcelona y en el Jermyn Street Theater, un pequeño espacio teatral situado en el corazón del West End, a dos minutos de Picadilly Circus. Toni Casares y Anthony Biggs han sido respectivamente los directores de ambas producciones con un resultado curiosamente bastante similar. Los de la Beckett (popularmente, la Sala Beckett es conocida como «la Beckett»), han sido los primeros en llevar a escena de forma profesional este texto de Ibsen en España, que según parece, tampoco es demasiado conocido en Inglaterra. Para la Beckett además, la singularidad ha venido por partida doble: porque se trata de un texto desconocido y porque es de un autor que en principio no encaja en las producciones habituales de la sala, que precisamente se caracteriza por llevar a escena autores jóvenes contemporáneos. Esta producción parecía más bien que estuviera hecha por sus vecinos de La Perla, otra factoría teatral graciense, que nos tiene más acostumbrados a este tipo de obras. Y es que además, el actor que hace de padre en «El petit Eiolf», un grandísimo Óscar Muñoz, le había visto pocas semanas antes en una producción de La Perla, interpretando el persoanje de «Ivan Ilich», de Tolstoi, otra alma tormentada, como la del personaje de Alfred Allmers. ¡Y el vestuario que llevaba era prácticamente igual! Tras recuperarme del impacto de los primeros minutos (¿dónde demonios estoy?) pude disfrutar de un gran montaje, en el cual Muñoz volvió a brillar. Bienvenidas sean estas incursiones de la Beckett hacia textos desconocidos de los grandes autores clásicos.
Los parecidos entre los trabajos de Anthony Biggs y Toni Casares son más que razonables, y empiezan, en primer lugar, en la misma arquitectura de sus respectivos teatros. (Casares es el director artístico de la Beckett y Biggs es el director asociado del Jermyn Street Theatre). En el caso de la Beckett, antes de llegar a la entrada uno tiene que bajar una rampa que le conduce hacia la puerta principal. En la sala londinense pasa lo mismo, aunque más acusado y un tanto claustrofóbico, puesto que para entrar hay que bajar por unas estrechas escaleras. Uno al principio no sabe si está accediendo a un teatro o a uno los antros de la ciudad. Allí, bajo tierra, la entrada, la taquilla y la platea se concentran en poquísimos metros cuadrados. Los elementos escenográficos de los dos montajes tienen a su vez bastante en común. En ambos casos, hay una presencia notable de madera en el escenario (suelo, paredes) que le da un toque muy escandinavo. Es curioso que las dos obras hayan coincidido en esta idea. En la Beckett, con mayor profundidad de escenario, se ha hecho una interesante escenografía con un suelo irregular que permite delimitar con más claridad el lugar donde se desarrollan las escenas: en el interior de una casa, en lo alto de un fiordo, etc. Además, la irregularidad del escenario, crea en el espectador una sensación de inestabilidad, como si los personajes anduvieran en un bote a la deriva por las frías aguas nórdicas. Otro parecido: los dos teatros tienen más o menos el mismo número de butacas, unas 80, lo cual también indica que comparten determinados valores teatrales: el teatro de texto, la proximidad con el público, etc. Hasta el programa de mano de las dos obras tiene la misma forma y el contenido es parecido.
A mi modo de ver, la versión de Anthony Biggs consigue transmitir con más intensidad y pasión el drama que sufre Rita, el personaje más importante de la obra. Una mujer que es madre de un hijo no querido, y que ya no es atractiva a los ojos de su marido. Ibsen crea unos diálogos entre la pareja de una potencia considerable que en la versión de Casares están interpretados de una forma un tanto descafeinada. En cambio, el director inglés consigue abordar estas escenas con mucha más fuerza. Los actores anglosajones son mayores que los catalanes y posiblemente esto afecte, siendo más cruel y ruda la versión inglesa. En algunos momentos a la actriz Alícia González Laa se le oía poco. En cambio, su homóloga Imogen Stubbs parecía enloquecer en determinadas escenas, mostrando el personaje de Rita con mucha más personalidad. Un personaje que a pesar de todo, lucha en su último intento de agradar a su marido.
Habría que buscar alguna forma de poder ver más a menudo distintas versiones de una misma obra. Desde la perspectiva del espectador, el ejercicio es de lo más interesante, puesto que uno puede comparar todos los elementos que intervienen en un espectáculo: la interpretación, la dirección, el diseño de luces, el escenario, etc. Y desde la perspectiva del creador también debe resultar una buena experiencia, aunque entonces entra en juego la inevitable influencia del otro. La directora Marta Angelat, por ejemplo, durante la temporada pasada montó en el TNC una pieza imposible, «Escenas de un matrimonio» i «Sarabanada», de Ingmar Bergman, en un mismo espectáculo, y dijo en una entrevista que no había querido ver de nuevo la película 30 años después: no quería contaminarse de la mirada de Bergman, sólo quería centrarse en el texto. Que el espectador pueda ver distintas versiones de una obra es algo fantástico. Hace poco, a raiz del montaje «La presa» de Conor McPherson en la Biblioteca de Catalunya, se reunieron en una misma mesa dos equipos artísticos: el equipo dirigido por Ferran Utzet que recientemente había representado la obra en dicho espacio y el equipo artístico de Manuel Dueso que diez años atrás, en el Teatre Romea, habían presentado por primera vez el texto del autor irlandés. No pude asistir al acto pero me contaron que fue mágico, lo cual demuestra que la revisión y la confrontación de las opiniones por parte de aquellos que han tratado un mismo texto escénico, sólo nos lleva a cosas positivas.