Parir lo que se es
Oscuridad como punto de partida. La sensación viaja a la conciencia. Hay una historia personal, unos bocados que se rumian como terrones con los dientes. Una germinación sonora de unidades guturales, labidentales, fricativas. El ruido de las letras peleando historizarse sobre ese fondo de un silencio que empieza siendo negro, ‘grado cero’ para una escritura. El fin del mundo se asemeja al nacimiento de uno propio. Pero hay que parirlo por empiria escénica. La actriz pone carne de su prosapia al asador. Es que la vida que se cuece a fuego lento, en el fuego de la propia llama, hace unos ruiditos similares a los de esos sonidos que el impulso sonoro hace en la boca. La vida puede ser el canto que se hace de ella. Así, fortuito, azaroso. Una sensación sonora que electriza la piel, la pone a vibrar, a sentir. La actriz es su banda sonora. Su anecdotario de diario secreto, acompaña el rito de un estado superior, cual es el de nacer al signo escénico, en un conjuro que señaliza la propia historia. Es que una historia puede ser otras mil alternativas. Pero el mecanismo de donde estas nacen, es una solo. Y es la posibilidad que lo sonoro gramaticalice los estados conscientes, que arrastre pedazos de sentido para hacerlos acudir a un sintagma nominal personal, traducibles a un micro-clima subjetivo, para explotar en calidades comunicables, sociales. Ella, empecinada, sale de su huevo mítico, pone un pie fuera de su cascarón y experimenta en la sílaba, en la unidad sonora, en un abecedario susceptible de trasponer una frontera donde no se discierne la vida del significado de vivir. Toda investigación es sobre el ‘background’ de la propia existencia. Toda sensación cualitativa es capaz de acrisolar conciencia. De hacer que el gorjeo glosolálico genere los estados, los materialice como ‘qualia’, esto es, la cualidad significativa capaz de generar conciencia, según dicen en la neurociencia. Y es por esas cualidades que la gente, el público, hará efectivo el ver. Pero siempre será a costa de remontar el río de la propia identidad, que generosamente se hace comunión, en el develamiento, la mostración de la aptitud, del don personal. El don que magnetiza y que el arte intensifica como virtud. Una celebración de los dones corporales. El chamán busca su trance, lo que reverbera en su tribu.
La anécdota que se fonetiza, que cobra acento sensorial, no es sino la premisa de que el carácter, desde la experiencia de lo sonoro, puede reconstituir una sensibilidad, un sentido de lo emocional que trasciende la frontera de la habitualidad perceptiva. El mundo está en una nota que se afina y modula en aquella canción inmemorial. Los acentos de países imposibles, imaginarios, son como el chamánico sortilegio de un conjuro, que se trasciende cuando logran conjurar a la emoción. Es esa memoria emocional la que luego permite argumentar esos estados. Es por la textura de esa misma memoria que puede hablarse de una historia que se rememora, como las calidades de contacto que se han tenido en la vida, capaces de gritar lo que cada acento porta y representa. Nadie habla hasta que no habla el propio lenguaje. Y esa es la tesis emocional que ella pone a cocer en la parrilla escénica. Su aptitud específica es limpiarnos el signo de esa sensación. Ser capaz de echar mano al gradiente de colores subjetivos, capaces de dotar de un idioma a la creación, ya es más cosa de proceso experiencial. Un actor no puede prescindir de ese empirismo. De hacerlo trasmisible cuando pasa por el cuerpo. La celebrante se instala en la matriz de los sonidos, en una zona de clivaje donde no sólo hay que parir lo que se es sino el ‘cómo’ es lo que es. El sonido es defensa, es nominación, articulación de lo no dicho. Esa matriz es el cuenco de lo inefable, una zona de riesgo; un espacio autopoiético donde se es capaz de ir por propia cuenta.
Es por supuesto, invitación a una experiencia subjetiva, repetible, singular, que empieza por deslindar la forma de ese fondo negro, sincopado con el ritmo del alma.
Toda búsqueda es desandar lo que sabemos. Es perdernos en un punto en que sólo pulsa la más genuina base intencional, allí donde la voluntad no está determinada, condicionada. Toda creación es un ejercicio de sí. Un convite a correr por las galerías de la infancia lingüística, por el borde donde las cosas son sin ‘por qué’. Por la infancia donde vale lo que somos y no lo que dicen que somos. Un despojamiento concelebrado pero donde la conciencia particulariza una experiencia y la aquilata.