Y no es coña

Pequeños homenajes

Es domingo, agosto, luce un sol espléndido. Estoy en Bilbao y decido quemar energías caminando por la ciudad. Y de repente, junto al sudor, se agita la memoria. Y voy pasando por lugares que me soliviantan el recuerdo. Hubo un tiempo por los primeros años ochenta, en que Bilbao se convertía durante su Semana Grande en la capital del teatro. Que se recaudaban cantidades astronómicas en taquilla. Que se utilizaban todos los teatros existentes, más los espacios que se inventaban para hacer teatro. Dos decenas o más de espacios.

Todo fue por el impulso de un mecánico dentista que empezó a competir con las cadenas de cines existentes, propietarias de los mejores teatros, y consiguieron armar una locura. Una bellísima locura. Julián Vinuesa falleció en un accidente aéreo. Hoy, Bilbao, es otro Bilbao. Y paso por delante de un teatro donde vi actuar a Rocío Jurado convertido en sede de dependencias de Justicia; una inmensa tienda de deportes ocupa el lugar donde había un cine que se convertía en teatro. Muy cerca un hotel ocupa el solar del que fue  otro teatro. Y sigue la cuenta hasta que me entra la zozobra. Más arriba un gimnasio donde había una sala y así sucesivamente.

Hubo una vez un espectáculo “El beso de la mujer araña”, interpretado por Juan Diego y Pepe Martín, que se representó creo recordar en cinco salas en Bilbao en dos o tres meses, una producción simple. Cuando fueron a Vitoria les cedimos parte de nuestro material eléctrico y forjamos una amistad.  Y me acuerdo en este paseo de Luis Iturri, que se nos fue siendo director del Arriaga. Y de pronto pienso que uno de los focos que está creando expectativas y produciendo teatro de una manera muy sui géneris es Pabellón nº 6, con el ánimo y la constancia de Ramón Barea, al que nunca tengo la oportunidad de decirle que lo admiro. Y hasta que le quiero. A nuestra manera. A base de coscorrones, pero lo quiero. Y me cruzo con su hermano, Pedro Barea, jubiloso tras acabar su periplo docente en la universidad,  siguiendo con sus críticas teatrales. Un referente

Pero como llego a la ría, aparezco en el Guggenheim, me salto varios tramos y recuerdo a Ricard Salvat, con el que tanto discutí, que de repente murió y nos dejó sin concluir el debate. O veo en Facebook a Fausto Carrillo, un peruano profesor del Institut del Teatre, que vivió en París, con el que aprendí tanto sobre la dramaturgia escénica a principios de los setenta, cuando estuvimos trabajando sobre una de las pocas piezas teatrales de Julio Cortazar, “Los Reyes”, al que quiero homenajear, porque llevamos muchos años quedando para vernos y nunca lo logramos.

Y siempre que voy a Argentina, pregunto por Juan Carlos Uviedo, un tipo genial, autor, director, actor, que lo tuve de profesor en la Escola Adriá Gual, que nos dirigió un “Casamiento” de Witold Gombrowicz, que tanto nos cambió la mirada al teatro. Él, junto a un brasileño, Walmir Chaves, que nos transmitió sus conocimientos de Grotowski. A todos quiero homenajear desde aquí. En ocasiones porque los considero mis maestros, a otros por la admiración que les profeso. Hay personas con las que relación es de aparente enfrentamiento o discordia, pero son algunos de los que más me aportan para reafirmarme en mis posturas o para variarlas. Al igual que tuve la suerte de compartir un reparto con Rosa María Sardá, y me enseñó tanto sobre el distanciamiento de la persona actriz del personaje, que nunca sabré explicarlo sin tener que imitar lo que hacia ella en “Rosas rojas para ti”, en el Grec 76.

Mis maestros no son mitos, son hombres y mujeres. Eugenio Barba es un joven de setenta y tantos años con el que imagino mundos teatrales mejores. Salvador Távora, un trabajador de la cultura. Un artista de clase al que hace demasiado tiempo que no abrazo personalmente, que me hizo crecer mucho, simplemente porque vi sus trabajos, porque los critiqué y porque después llevamos nuestros sueños al escenario, yo como productor, él como director. “Pasionaria, no pasarán”, a partir de un texto de Ignacio Amestoy, al que tanto y por tantas cosas admiro, quiero, y tengo que agradecerle su generosidad. Luis Molina sigue soñando desde La Veleta, con su CELCIT, un instrumento imprescindible para concebir una idea de una Iberoamérica teatral y tan olvidado, y al que voy a ir a ver un día de estos para seguir la conversación que dejamos hace unos meses. O como no voy a mandar mi más grande homenaje a Alfonso Sastre. Hasta sé que José Monleón ha influido mucho en el hombre de teatro que intento ser.

José Pedro Carrión está aparentemente lejos de mi concepción del teatro y la interpretación, pero me ha enseñado tanto desde la escena y cuando discrepo con él es para aprender de su legado vital y teatral. De su intento de instaurar una metodología universal, ecuménica de al arte de actuar. Porque esto del teatro es algo tan importante, tan trascendente, que lo hacen personas. Hombres y mujeres que desde su oficio van construyendo un legado, un imaginario para los otros hombres y mujeres de hoy y de mañana. A todos, a los mencionados y a los que ahora no acuden a mi paseo, decirles que sin ellos o ellas, no sería nada más que un engreído actorzuelo mendigando papelitos en las series televisivas. O ni eso. Un representante zascandil. O un productor de churros escénicos. Gracias a todos ellos entendí que esto de las Artes Escénicas es mucho más que un aplauso, un contrato o un titular, que es una vida, una forma de vida, y la construcción de un bien común. Mi homenaje a todos los que hacen Teatro.


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