Pericles, príncipe de Tiro / Shakespeare / Hernán Gené / 65 Festival de Teatro Clásico de Mérida
Pericles no luce en el espacio romano
«Pericles, príncipe de Tiro«, coproducción del Festival y la compañía de Hernán Gené, es el tercer espectáculo representado en esta 64 edición del Festival que, como el primero (la ópera «Sansón y Dalila«), nada tiene que ver con las esencias del teatro grecolatino que demanda el evento. La función que parte del drama híbrido en cinco actos, en verso y prosa, atribuido a Shakespeare y George Wilkins (publicado y representado en Londres en 1608), se basa en la historia de Apolonio, rey de Tiro, difundida en una novela corta anónima -traducción o resumen de un original griego- que fue muy popular durante la Edad Media y el Renacimiento, de la que hizo una versión John Gower en el siglo XIV (cambiando el nombre de Apolonio por el de Pericles, inspirado en «La Arcadia» de Philip Sidney); pero, aunque la mano del gran Shakespeare pueda tal vez hallarse en los actos III, IV y V (según los estudiosos), la obra teatral no tiene el peso de los grandes dramas, en conjunto es bastante floja, por las inverosimilitudes y arbitrariedades propias de las novelas de aventuras alejandrinas. Y, quizás por ello, haya sido pocas veces representada.
La obra muestra un melodramón romántico -de un rey atípico- abigarrado, extenso, a veces confuso y prolijo, cuyo «propósito» es moralizante y su objetivo recalcar que el mal conlleva un castigo y la práctica del bien un premio, porque, aunque el mundo es caótico y cambiante existe la Providencia divina que asegura un final justo. En la trama, rebosante de sucesos, se pueden ver incestos, asesinatos, naufragios, abordajes piratas, amoríos truncados… Son algunos de los infortunios que preceden al final feliz de este romance tardío. En fin, que parece la obra de un Shakespeare postrero que nos intenta contar que ha comprendido que la vida no es únicamente un turbio drama, que existe la posibilidad de la redención.
De tan enrevesada y casi absurda historia, Joaquín Hinojosa y el argentino Hernán Gené han hecho en su adaptación una buena poda del texto -que conserva la poética en los diálogos originales y los personajes- además de haberlo estilizado en su forma dramática, dándole cierta frescura al liberarlo de pasajes bien repetitivos y del recargo de la solemnidad. Y, sobre todo, han logrado con maña artística la armonía para que sólo siete actores puedan desdoblarse en los muchos personajes que tiene la obra. Originalidad que ya experimentó con éxito el director inglés Declan Donnellan en España, en 1984 y el año pasado, con su montaje de esta misma obra.
En la puesta en escena, Hernán Gené -un buen director que consiguió en 2004 un MAX al mejor espectáculo revelación pero que en el Teatro Romano es debutante- utiliza una narrativa excesiva en el transcurso del espectáculo hecho mediante una serie de flashbacks que irán deambulando entre el pasado y el presente de la historia y con la técnica pirandeliana del teatro en el teatro, donde irrumpe en escena una compañía teatral de actores que interpretan convocando la imaginación de los espectadores, que han de ser cómplices del juego, puesto que donde hay un montaje austero, apoyado en una utillería que no tiene novedad, han de ver lujosos trajes, salones, navíos y mares encrespados. Todo esto está más o menos logrado en dos horas y cuarto ininterrumpidas que, en varios momentos, cansan. Lo desatinado es que el director y elenco artístico se esfuerzan en hacer el trabajo con una obra y un montaje que no luce en la arena del Teatro Romano, que es un pegote improcedente al lado de este monumento iluminado. Un montaje que además tiene problemas de ritmo y de acoplamientos en la línea interpretativa de los actores, por ser una mezcla desmadrada de «formas». A Gené le ha faltado tiempo -en los dos días que dispuso del escenario romano- para construir los movimientos a sus debidos ritmos. Movimientos que solo habían ensayado antes en un espacio pequeño pensando más que nada en las giras para teatros a la italiana o de plazas porticadas.
En la interpretación, los siete actores –Ernesto Arias, Ana Fernández, María Isasi, Marta Larralde, Oscar de la Fuente, José Troncoso y Hérnan Gené, con dominio de la voz, del cuerpo y de todas las artes a que su profesión obliga- sudan desdoblándose en escenas de clowns, enredo, melodrama, vodevil, tragedia…, que se interrumpen debilitando la base conceptual del texto y proyectando sólo la parte periférica del mensaje. Estoy seguro, que esta obra de Shakespeare y su respectivo montaje hubiesen funcionado mejor en los espacios del Festival de Teatro del Siglo de Oro de Cáceres (su evento apropiado).
El teatro registró media entrada de público -con muchos invitados- que aplaudió cortésmente al final de la representación.
José Manuel Villafaina