Play Strinberg / L Abadía
Play Strindberg es una de esas obras que dura hora y media, pero que perdura todo lo que el espectador le permita. Un auténtico juego de bolillos en forma de tres personajes plenos, redondos y, lo más importante, equilibrados en su desequilibrio. Y es que en esto radica el encanto y embrujo de la obra: en la paradoja misma. Lo bueno es malo, y viceversa; no hay en el mundo materia humana pura al 100 %. Nos equivocamos, tropezamos, caemos… y a veces queremos equivocarnos, queremos tropezar y queremos caer desde el cinismo, el doble juego y la hipocresía. Como si de un ring se tratara, el escenario se presenta como una plataforma giratoria que da al público todos los ángulo posibles de visión, casi como un cuadro cubista. Es el tablero de este juego donde el matrimonio compuesto por Alice (una Nuria Espert correctísima) y Edgar (un José Luis Gómez simplemente soberbio) se bate en duelo tras 25 años de casados, en una curiosa forma de celebrar sus bodas de plata. Pero este combate resulta ser tripartito, ya que aparece en escena Kurt (un Lluís Homar discreto y contenido que deja hacer a sus compañeros de reparto pero que guarda un as en la manga), primo de Alice y –presuntamente- el único cabal. En esta batalla en doce asaltos, Edgar lucha desde el despotismo del dictador patético, del rey destronado, del cacique desterrado. Aúna este personaje en perfecta aleación lo que uno quiso ser y en lo que realmente se ha convertido: un ser repelente, indulgente y cruel, pero que lejos de todo manierismo logra embaucar con su ridiculez, su esperpento, su caricatura… y a veces desde la lástima nostálgica que siempre nos da el fracasado. Como alter ego de este escritor frustrado, aparece una esposa presuntamente ocurrente, pero inteligentemente recurrente para lograr confundir a un público que enseguida se alía con ella. Es esa pobre mujer sumisa que, llegada a una edad, sólo se atreve a farfullar por lo bajo su oposición a su marido, pero va cobrando la fuerza del oportunista conforme su rival va perdiendo fuerzas. Esta actriz fracasada es la más débil, la más inválida. Pero no da lástima. En el fondo es la garrapata que, conocedora de su inutilidad en la vida, se prende de lo que tiene más cerca y lo doblega a su imagen y semejanza. Ambos personaje se odian, se rechazan, se repugnan hasta límites insospechados; tanto que su crueldad transgrede al espectador hasta llevarlo a la hilaridad que provoca en todos nosotros el antihéroe, el fracasado y el mediocre. Pero se necesitan, ya que ambos se nutren del otro, ya que sólo el otro es capaz de dotar de cuerpo a las inquietudes del rival. Sin duda un macabro equilibrio, una curiosa fe y devoción mutua que da vida al contrario: ambos se alimentan de su pequeña colaboración en la destrucción del otro, sin darse cuenta de que siempre han estado rotos; o quizá por haberse dado cuenta de ello y encontrar en el otro la coartada perfecta que justifique la derrota propia ante la vida. Pero falta el tercer combatiente: Kurt. Probablemente el personaje menos hinchado, menos relleno, más vacío. Es el pobre hombre que alucina ante el combate cruel y descarnado de sus familiares. Atrapa al espectador desde su simpleza, desde su propio humor absurdo basado en la repetición del idiota; es ese personaje que ayuda al espectador, casi su representante sobre las tablas. Hasta que sale a relucir la rata que lleva dentro. ¿No será el luchador que Strindberg propone al público? ¿No nos hemos desternillado con la zafiedad y mezquindad de los héroes caídos Alice y Edgar? ¿No nos demuestra Kurt que somos capaces de despreciar la miseria humana desde la propia? Todo un juego, sin duda. Es el juego exquisito del déspota, la hematófaga, y el hombre gris. Un juego sin ganadores, ni perdedores. A su manera todos se autoproclaman ganador, mientras se regodean en la pérdida de los otros dos, más desde el desprecio al resto de jugadores, que desde el triunfo propio; y es que cada cual juega egoísta desde su casilla, desde su tablero, desde su partida de cartas particular.