Zona de mutación

Poesía o prosa

La alteración de la identidad de la escena, mueve lo que en primera instancia podemos calificar como metaforización. Este proceso se ha desarrollado siempre en el teatro, en un espacio. Para ello es oportuno remarcar la evolución en el tiempo y la incidencia que ha tenido en el teatro el concepto de espacio, ya por el cambio que suponen las teorías einstenianas como las distintas traducciones o bajadas al arte que su incorporación trajo aparejada. Cómo hablan por sí mismos los objetos o materiales escénicos. «Objetos en una realidad», dice Barnett Newman en su artículo «Pintura y prosa». En él el pintor abstracto relaciona la contigüidad de una escritura con el concepto de espacio reinante en cada época. Tolstoi se basaba en un concepto de espacio tridimensional por el cual el espectador podía sentirse dentro del espacio. El nuevo paradigma de espacio es el paso de un espacio tridimensional a uno bidimensional, donde el espectador no queda inmerso dentro del espacio del relato, sino fuera. Esto implica numerosas consecuencias perceptivas, donde, si se trataba de literatura, el lector empezaba a reaccionar a las palabras por sí mismas. La mediación se rompe y las cosas son como se ven, son por sí mismas. Y es desde esa materialidad que el arte desanda una nueva manera de ser poético. Pero es siéndolo que abre un nuevo camino histórico de su autonomía. Que el arte quede en sus propias manos y por su cuenta puede entenderse también como un nuevo nacimiento. Nacimiento que equivale a su salida a la luz de otros e intrincados problemas. Pero ir por su cuenta es una manera también de decir, que de la entereza por resguardar tal autonomía podrán medirse los avatares de su nueva historia. Así como la fotografía para la pintura, la aparición del cine precipita en el caso del teatro, los perfiles inequívocos de su identidad como herramienta. No es otra cosa que la crisis del arte como instrumento representacional. Esta sensación se podría ejemplificar con la de la seguridad del espectador que lo que ocurre en el escenario no es sino teatro. Al menos esta instancia se levanta a las puertas de una nueva sustracción, ya no la de una dimensión (tridimensionalidad a de bidimensionalidad) sino la del espacio mismo a través del empleo y el efecto de las nuevas tecnologías. En todo caso, la apertura a nuevos problemas que vienen de la mano con la instalación del espacio por la vía de efectos sensoriales capaces de crearlo directamente sobre el cuerpo. Esto no mata la metáfora sino que la pone frente a un gradiente y una paleta diferente. Así como frente a una nueva retórica, si se puede decir así. El realismo, con su base en la mímesis, queda letalmente comprometido. Y así, el reino del anagrama de de Saussure. La configuración de sistemas de lenguaje basados en la pura sonoridad, en la pura visualidad, en un estallido metamórfico donde la poética se yergue como una formidable crítica del sentido, por decirlo con la nomenclatura de Meschonnic. Donde los lenguajes hablan en la medida que se los cree. Una conmoción a la referencialidad, a la mera instrumentalización comunicativa. El sentido de equivalencia se rompe, y esto no anula la posibilidad que una cosa juegue a ser otra, sino que las unidades expresivas ingresan a un infinito connotado por un inconmensurable perceptivo que desafía las fronteras perceptivas mismas. Se crean mundos y no ya el esfuerzo porque tales unidades contengan a la naturaleza o la evoquen. Ese desasimiento del referente no es sino la introducción de la nunca bien ponderada incidencia de lo abstracto, asunto que motivó las rasgaduras de los indumentos realistas más preciados. Hace su aparición a la palestra la opción de un arte poético o un arte de prosa. Un asunto que re-envía las preguntas al plano de los fundamentos mismos del arte, pero para verlo, se impone desarmar los espíritus y dar lo mejor por entenderlo.


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