Política y gestión cultural
Por esas cosas del pudor académico, que en ocasiones se parecen mucho a procedimientos domésticos, como guardar silencio de conveniencia, para evitar que los demás hurguen en nuestras actividades y las pongan en riesgo con sus críticas, quienes hablan de gestión cultural «en serio», como instructores, teóricos, investigadores, académicos, etc, suelen hacerlo con sutileza cuando se hallan en una encrucijada y no pueden eludir el tema de la influencia de la política en el desarrollo de esta actividad.
No estamos haciendo mención a esa relación ideológica entre política y cultura, al muy sagrado estilo de los años sesenta del siglo pasado, cuando era imposible hacer arte si se excluía de él el compromiso social, entonces conocido como político, y cuyo objetivo era estimular a la gente para el cambio, sino de esa nueva alianza, cuyo propósito es la compartición de los espacios de poder logrados a través de la actividad cultural, con el apoyo de las nuevas prácticas que la han convertido en un nuevo elemento de utilidad para obtener ascenso social y jurisdicción sobre los demás.
Con todas las nociones que se mueven alrededor del tema rector denominado globalización, y de sub temas relacionados con el mercado, como la denominada industria cultural, el fundamento de quien tradicionalmente ha llevado a cabo procesos culturales, y que ahora es llamado gestor cultural, está cambiando, como una estrategia para permanecer en la escena social, y porfiar con las circunstancia para continuar desarrollando una actividad, cuyos cambios estructurales no puede controlar, y ponen su oficio de promotor cultural en serio riesgo, pues aunque los vinculados a la actividad artística y cultural siempre han recibido impulsos de sectores políticos, la situación actual de dependencia absoluta hacia éstos está haciendo que el gestor cultural quede expuesto a las exigencias del político, y que el diseño de su proyecto no sea resultado de un proceso de búsqueda y de diagnóstico destinado a cumplir un objetivo social, sino el que, quien tiende el puente para conseguir los aportes, es decir, el político, necesita para mantener fresca su imagen.
Como ya lo hemos dicho en otras oportunidades, la actividad cultural tiene, en la actualidad, una mayor presencia social, no porque se estén desarrollado modelos audaces para ampliar su cobertura y hacer que cada día haya más gente formada en disciplinas artísticas, sino porque ya es parte de un mecanismo de poder, debido a que el estado le ha dado carta de naturaleza haciéndola partícipe de su estructura, con lo cual esta se ve obligada, como cualquier otra actividad de estado, a emplear una buena parte de sus energías y recursos en la elaboración de un discurso de sustentación, que poco o nada tiene de objetivo social, y sí bastante de su compromiso con una cualquiera de las facciones de la política partidista, bajo cuya incondicionalidad queda al momento de hacer las designaciones burocráticas y la distribución de presupuesto.
La actividad cultural no es ya el oficio voluntario que otrora emprendían quienes creían en ella como un ejercicio para apoyar la integración social del individuo, sino la de quienes están seguros de que es parte de la estructura económica de la sociedad y por tal razón se acoplan, sin discutir, a las nuevas condiciones exigidas, como ponerla al servicio de las causas partidarias y de la lucha por conquistar poder, porque de la cantidad de acumulación de poder que alcance a lograr un gestor cultural, dependerá en grado sumo su capacidad de gestión.