Por escrito
Me encuentro al final de una entrevista. Y llega una pregunta que no por esperada deja de pillarme a contrapié: «¿Cuál crees que es la importancia del teatro en la sociedad actual?» Y es que siempre que desenvainan la cuestión se me crea un cortocircuito de ideas. Por un lado, mi parte gremial se enciende y con expresión grandilocuente quisiera comunicar la enorme importancia de un arte que preserva el contacto humano en un entorno cada vez más tecnológico. Quisiera aclarar que se trata de un coto tal vez pequeño pero fundamental, reservado para la expresión y la reflexión libre, capaz de convertirse en el dedo que se pone en las llagas de la sociedad. Por otro lado, mi parte más realista y prosaica, en tono humilde, quisiera decir que su relevancia es más bien escasa, casi nula, que los mecanismos que hacen avanzar a la sociedad son otros, que un arte tan minoritario no puede jamás tratar de cambiar el mundo. En el tira y afloja de las dos partes no consigo articular palabra. Quien me entrevista repite la pregunta: «¿Cuál crees que es la importancia del teatro en la sociedad actual?» Silencio. El choque de ideas ha fundido mis plomos. No sé qué contestar.
En medio de este tráfico de pensamientos, se me cuela el colapso de los aeropuertos causado por la huelga de los controladores aéreos el pasado fin de semana. Se me estampan otras preguntas en relación con la primera: ¿Qué pasaría si quienes hacen teatro se declarasen en huelga radical? ¿Cuál sería la respuesta de la ciudadanía ante la ausencia de teatro? ¿Habría grandes movilizaciones para restituir la normalidad en los teatros? ¿Intervendría el Gobierno aduciendo que el teatro es un derecho público de primera magnitud?
Es fácil deducir que de darse una huelga tal en el medio teatral, su repercusión no alcanzaría a tanto. Al fin y al cabo, desde una perspectiva macro, el arte apenas interviene en el desarrollo económico y materialista de la sociedad. En un mundo que se mueve en función de valores contables, por lo que se compra y se vende, los valores del arte difícilmente se aprecian. ¿Cómo medir las pérdidas que ocasionaría la ausencia de teatro en términos culturales, espirituales o humanos?
Bien mirado, pienso, esta aparente inocuidad puede jugar a favor. Lo decía hace poco el artista catalán Jaume Plensa: «El gran poder del arte es que no sirve para nada». Hablaba, claro está, en el sentido puramente materialista. Y la cuestión entonces se revierte. Que ciertas personas se dediquen abiertamente, con rigor y profesionalidad, a una actividad decididamente deficitaria es toda una declaración social y política. Es decirle a las instancias del Poder –en mayúscula, pertenezca a quien pertenezca– que hay un espacio, el del arte, que por más que se empeñen nunca estará bajo su control. ¿Hay mejor valor que éste?
No sé cuánto ha durado esta disertación silenciosa, pero me percato de la presencia de la entrevistadora que me mira con ojos demandantes. Aún no he respondido nada. Me apremia: «¿Y bien?». Estoy a punto de abrir la boca y hablar de Plensa y su nada… Pero en estas me acuerdo de lo que le acaba de suceder a la compañía Teatre de l´Enjòlit de Barcelona. Resulta que su último espectáculo «Corruptia: una regió de l’est» ha sido censurado en el Teatro Xàtiva de Valencia. Se trata de una farsa que narra la corrupción interna de un partido de nombre ficticio. Bien. Pues el alcalde de Xàtiva, sintiendo que es su partido el aludido (adivinen cuál), ha impedido la representación de la obra en las dos fechas que tenían concertadas en diciembre. Si se rascan es porque pica, pienso. A lo mejor, después de todo, esto del teatro es menos inocuo de lo planteado al principio.
E inmediatamente me viene el ejemplo de Susan Sontag haciendo «Esperando a Godot» en Sarajevo allá por 1993, en medio de la Guerra de Yugoslavia, mientras los Gobiernos occidentales no se atrevían a intervenir. O el de Augusto Boal que alcanzó un cargo político desde el cual puso en marcha el llamado Teatro Legislativo. Y también el de la compañía Cornerstone de Los Ángeles, que tras el 11-S juntó a diez comunidades religiosas diferentes para que realizasen espectáculos teatrales, primero por separado y después en conjunto. Existen, por tanto, casos excepcionales en los que el teatro es capaz de penetrar en las gruesas capas sociales y políticas del mundo.
«Perdona…». Escucho. «El valor en la sociedad actual. Del teatro…». Es la entrevistadora que sigue ahí, con una cara de la que ha huido la paciencia. Claro, llevo este lapso sin decir nada. Todo este trajín de ideas me ha dejado aturdido. «Sí, sí, por supuesto…». Le digo. «¿Te importaría si esta pregunta te la mando por escrito?»