Por fin llegó la guerra
Alrededor de seis años pasaron los ilustres de Santa Gracia esperando el arribo del príncipe de la paz, porque la corona siempre alegó un inconveniente de última hora para que el viaje de éste se produjera, y en vez de él arribó, al cabo de ese tiempo, sin previo aviso, a las costas de Cartagena de Indias, quien en vida llevó el nombre de Pablo Morillo, al mando de varios bergantines, y cuya misión era tantear el terreno y actuar de acuerdo con las circunstancias, bien como príncipe de la paz o como pacificador. Aseguran las crónicas de la época y que con motivo del bicentenario han vuelto a recibir el aire, que el señor Morillo desistió de tantear terrenos, pues la experiencia le decía que donde ha habido una conspiración hay que emplear la fuerza, y decidió presentarse de una vez como el pacificador, porque además encontró que el virreinato era un río revuelto en el que una pesca rápida daría buenas ganancias.
Las historias que contaban quienes habían conseguido llegar a Santa Gracia, después de escapar del cerco que el señor Morillo le hizo a Cartagena de Indias, sobre el hambre que estaba pasando la gente de allí, fueron desestimadas por los ilustres de esta ciudad, que todavía insistían en mantener en interinidad el grito de independencia, porque aún esperaban la visita del príncipe de la paz, pues consideraron que lo que les estaba sucediendo a los cartageneros era la consecuencia de haber albergado en su seno a todos los enemigos de la concordia, que habían sido desterrados de Santa Gracia por la Junta Provisional de Gobierno, cuyo mayor empeño era mantener intacta la imagen pacífica y religiosa de su ciudad, por haberse vuelto tan intolerantes exigiendo liberar ese grito de independencia, para que se expandiera por todo el virreinato,
Por este y otros motivos continuaron negándose a las ofertas guerreras de un hombre procedente de Venezuela, de quien se decían cosas que su sola mención producía horror, y entre las que se destacaba su aversión hacia los curas, y mejor dedicaron el tiempo a reunir todas las pruebas que les permitieran demostrar los esfuerzos que ellos habían estado haciendo para evitar que la patria cayera en los brazos de la desilusión, y presentárselas al señor pacificador cuando éste entrara en Santa Gracia.
Consideramos innecesario relatar aquí las cosas que sucedieron cuando el señor pacificador sentó residencia en Santa Gracia, primero, porque estamos seguros de que nuestros lectores (si es que existen), poseen la suficiente agudeza mental para imaginar lo que hace un pacificador, y segundo, porque las ridículas acciones de los señores de la ciudad, por quienes finalmente dieron la cara sus esposas, vestidas de negro, para guardar luto anticipado por el que estaban considerando ya como un grito de independencia muerto, debido a que ellos optaron por el escondite, agrega un episodio más de vergüenza al origen de lo que se ha dado en llamar la historia oficial de Santa Gracia, y con cuya difusión no estamos interesados en contribuir, porque a pesar de todo tenemos sentido de patriotismo. Sólo queremos agregar, por considerarlo único, que pocos días después de que el señor pacificador llegó a la ciudad el ambiente de ésta se impregnó de un olor fétido que los entendidos en escatología definieron con una frase lapidaria y que la historia oficial decidió enterrar para siempre: Relajación de esfínteres.
La decepción de los nobles criollos de Santa Gracia apuró las decisiones. “Las de negro” demostraron tener más visión de futuro y de independencia que sus maridos, que permanecieron escondidos debajo de las camas durante el tiempo que estuvo el pacificador en la ciudad, y fueron ellas justamente quienes organizaron una resistencia que marcaron finalmente con la sentencia de que si era preciso hacer un pacto con el diablo para sacar la dominación, lo harían.
Cuentan, entonces, las crónicas, que la independencia se hizo a las volandas y que por eso quedó mal hecha.