Propósitos y despropósitos
Escribo un día 3 de enero del año 2022 y ya me parece que corre demasiado deprisa este año preñado de patitos, tres 2, son muchos para quienes duplicamos la edad de la mitad de la población mundial. A otro cuarto se la triplicamos. Así que como casi no hay ánimos para hacer esa lista de propósitos de este año nuevo, vamos a dedicarnos a borrar de nuestra selectiva memoria la mayoría de los despropósitos que a lo largo de la época que nos ha tocado vivir se han ido acumulando en nuestra biografía como señuelos o como fracasos. Los propios, los ajenos y los vicarios. Desde lo más personal e íntimo, hasta nuestras esperanzas de una revolución universal que acabara con todas las desigualdades y que tuvo en Cuba una de las referencias más cercanas.
Desde este Madrid tan atípicamente primaveral en su clima, contemplo las vicisitudes que acompañan al quehacer profesional de tantas almas soñadoras que siempre están dispuestas a dejarse unos gramos más de ilusión para involucrarse en un proyecto atractivo que puede acabar engullido por la burocracia, el mercado cainita, las incongruencias del sistema o la desmoralización de que no se cumplan las mínimas expectativas de supervivencia. Hace décadas que empezamos a estructurar un pensamiento destructor de esperanzas hablando del empobrecimiento de la profesión y lo peor es que actualmente, mirando desde este año tan par, que parece un doble de sí mismo, es que esa situación ha empeorado, o al menos no ha mejorado, que es difícil mantener un nivel de vida adecuado siendo actriz de teatro solamente, que existe un porcentaje pequeño de profesionales que compaginando teatro, docencia y alguna sesión de cine y televisión pueden ir viviendo con cierta solvencia y que una más pequeña selección de profesionales viven de manera desahogada y pensando en el futuro con esperanzas.
Es un problema enquistado, estructural, como si el monstruo necesitara de todas esas vidas, esos sueños, esos cuerpos cargados de energías positivas para mantenerse. Si miras desde la lejanía, ves crecer salas, abrir teatros, fundarse compañías, multiplicarse hasta el infinito las producciones, los títulos de obras, por lo que puedes hacer un artículo exageradamente optimista, grandilocuente, pero lo cierto, con la lupa colocada adecuadamente es que cada vez es más difícil la estabilidad profesional, y lo peor de todo, parece que a casi nadie le parece mal esta situación. Si eres programadora y tienes cientos de ofertas, la vida es maravillosa, tu presupuesto, tu plaza fija y multitud de propuestas para elegir. Si estás en una de esas capitales con decenas de estrenos semanales, parece que estás en el centro del mundo teatral, pero la realidad es otra, todo el sistema se basa en la autoexplotación de cientos de profesionales. Y no cambiará por mucho que yo escriba diatribas y jaculatorias. Es algo que se debe diagnosticar desde los centros de poder, que son, a mi entender, los que no se quieren enterar de la realidad.
Por eso, decía, no tengo otro propósito este año que seguir a quienes me han enseñado caminos nuevos, o que han sabido descifrar en la selva en la que han nacido y crecido las sendas por donde llegar a sus objetivos, como si siempre hubieran tenido la brújula muy bien colocada en sus manos, en sus decisiones, en saber quiénes eran y lo que querían. Voy a señalar a dos de esas realidades que conocí cuando despertaban a la vida profesional. Una es Teatro Paraíso, que conocí siendo “Eterno Paraíso”, y que año tras año, montaje tras montaje, decisión tras decisión, han ido consolidando una opción, un proyecto, una realidad que se ha convertido en una referencia del teatro para públicos familiares, para niños y niñas, y lo ha hecho desde la más exuberante humildad que es el signo del auténtico éxito, seguir y seguir, sabiendo que ahí están los nuevos públicos. Son varias generaciones de niños y niñas que tuvieron probablemente su primer contacto con el arte teatral a través de un montaje de Teatro Paraíso. Son cuarenta años los que cumple. Son el Gran Premio al trabajo constante, de no salirse del carril, ni en los malos tiempos ni en las vacas gordas. Un ejemplo indiscutible.
Tengo en las manos un joya editorial. Se trata del ‘Cuaderno de creación‘ de Jon Maya editado por el Museo Universidad de Navarra. Por su forma, por su contenido, por acumular verdad, principios, datos subjetivos, constatación de una trayectoria impecable. Tuve la suerte de ver las primeras incursiones de Kukai en el campo de la fusión, de los primeros pasos para convertir la danza tradicional, folklórica vasca, en un lenguaje universal. La teatralización si así se puede decir, el ver cómo se implementaban dramaturgias en sus coreografías, cómo se recurría a directoras de escena provenientes del teatro para ir configurando una nueva posibilidad. De aquellos años, hasta hoy, la evolución de esta compañía de danza y de Jon Maya, su director, es el ejemplo del talento alimentado por experiencias de diferentes disciplinas y lenguajes. Su trayectoria en busca de contactos con creadores de primera línea de la danza contemporánea les ha dotado de una personalidad única, de un lenguaje universal. Han elevado la danza vasca a una categoría escénica de primera magnitud.
Leer este cuaderno es comprobar cómo las intuiciones, los destellos, las inspiraciones se deben alimentar con trabajo, con reflexiones que no solamente provienen del sudor de la sala de ensayos, sino de la lectura, de la filosofía, de la poesía, y que una pirueta en el aire puede ser un verso en euskera, un vacío de Chillida o un do de pecho de un aria austriaca.
Estos dos ejemplos de compañías vascas, privadas, pero muy bien tratadas por las instituciones vascas, en general y las españolas en los últimos tiempos, deben mirarse como una manera actual, moderna, de fijarse profesionalmente en este mundo de las urgencias. Calma, trazar un recorrido, cumplirlo en todo lo que se pueda y dejarse contaminar por todo aquello que va sucediendo en el camino y que contribuya a cumplir mejor los resultados artísticos, sin olvidarse de lo gerencial.
Buen año.