Sangrado semanal

«Eye-I»

 

Existe una preciosa edición de un libro chiquito, con grandes ilustraciones y pocas frases, en las que Franz Kafka narra el episodio de Ulises con las sirenas. En este cuento, las peligrosas criaturas marinas son pajarracos con cara de señoronas que llevan abultados collares de perlas blancas al cuello. La verdad es que dan bastante más miedo que la imagen idílica que tenemos de lo que es una sirena. Para sobrevivir a sus peligrosos y fascinantes cantos, Ulises se ata al mástil de su barco y, lo que es aún más importante: se tapona los oídos con cera para no oír.

Dicen que el saber no ocupa lugar, pero, a veces, se nos olvida que cuando aprendemos algo no suele haber vuelta atrás. Un conocimiento adquirido es un velo desvelado, unos ojos nuevos que ven ahora lo que antes no intuían. Hemos aprendido. No nos pusimos los tapones de cera y, ahora, la nueva melodía, que se coló por la caracola de nuestros oídos, puede quedar bailando para siempre en nuestro cerebro. Porque… ¿Cómo olvidar lo aprendido? Cuando la pasión del saber arrastra, parece que todo lo que sume, vale, que todo nuevo saber contribuye, que cualquier libro añade, pero la técnica aprendida, el secreto desvelado, pueden llegar a convertirse en una bestia que nos gobierne. Al principio, al menos, controlar un nuevo saber suele ser tan arriesgado como tratar de montar a un potro desbocado.

Tomemos, por ejemplo, el aprender a escuchar. Aguzar los oídos y entrenar la percepción para escuchar realmente los sonidos del mundo y llegar a oír, incluso, la música que crean entre ellos, lleva un tiempo, pero cuando la armonía del mundo hace su aparición, filtrándose, pura, entre tanto ruido, la experiencia puede llegar a ser tan fascinante como el roce de la voz de una sirena sobre la piel. Y ¿qué decir de las personas? Escuchar a las personas no tiene parangón. Y no me refiero únicamente a las palabras que salen de sus bocas, eso es lo de menos. Hablo aquí de leer sus cuerpos, los impulsos, los gestos, de advertir las variaciones en el tono de una voz, de estar atento a las miradas que emiten las manos, de saber mirar el lenguaje de los ojos. Si uno escucha bien, a veces, hasta se pueden oír las intenciones.

Existen, al menos, dos tipos de escucha: la exterior y la interior. Pero, ¡cuidado!: Abrir la atención hacia el mundo conlleva un peligro de muerte: podemos olvidar escucharnos a nosotros mismos. La fascinación que ejerce el haber aprendido a escuchar en los otros algo más sutil y profundo que el parloteo incesante de afuera, puede hacer que nos desconectemos de nosotros mismos, que perdamos la sintonía que nos unía a nuestra propia voz, nuestro corazón, nuestro propio cuerpo, nuestra intención. Y entonces, nos convertimos en una tabla desvencijada a merced de las olas, que son las miradas y las expresiones de los demás. Todo esto, dando por sentando que antes éramos capaces de escucharnos a nosotros mismos, que es algo que, en realidad, no puede darse tan fácilmente por descontado.

Escucharse a uno mismo. Dicho así, leído así, parece sencillo, pero no lo es. ¿Qué es eso de escucharse a uno mismo? ¿Crees que te escuchas? ¿Crees que eres capaz de oír en ti algo más sutil y profundo que tu propio parloteo incesante? ¿Hay ejercicios para eso? ¿Puede uno aprender a escucharse? Puede. Incluso debe, me atrevería a decir yo. De hecho, no se si se puede desarrollar la escuchar hacia afuera, es decir, aprender a escuchar realmente al mundo y a los demás, si no ha aprendido uno antes a escucharse por dentro. Ahora bien, lo que también se, es que la fascinación que ejerce escuchar a los demás puede hacer que nos olvidemos de escuchar nuestro propio canto. Y eso, en ciertos momentos, puede llegar a ser de una importancia vital, sobre todo, cuando atravesamos épocas infestadas de cantos de sirenas.

Dos grandes ejercicios hay en teatro que trabajan, precisamente La Escucha, con mayúsculas y que la presentan como verdaderamente es: Una moneda única con dos caras, la exterior y la interior, donde no existen la una sin la otra. Me refiero al «Motions» de Jerzy Grotowsky por una parte, y a los «Puntos de Vista Escénicos» o «Viewpoints» de Anne Bogart, por otra. Ambos son ejercicios que no tienen fin y que pueden practicarse toda una vida, porque te confrontan, cada día, con un estado real de escucha distinto, que es el que tienes tú mismo y el resto de compañeros que practiquen conitgo el ejercicio. En Motions o Viewpoints cada día es distinto y lo que se logró alcanzar ayer, tanto individual como colectivamente, ha pasado hoy a otro plano, porque lo que cuenta siempre es el aquí y el ahora y esto es algo, que nunca se repite, porque nada es estático y nuestro estar en el mundo, menos.

Pretender lograr un equilibrio perfecto entre el interior y el exterior es una quimera. Más probable es que nos pasemos la mayor parte de la vida navegando en un equilibrio precario entre los dos polos. A veces, estamos más «hacia dentro», el ermitaño que mora en nosotros está más presente y entonces, somos más capaces de escucharnos y de estar con nosotros mismos, a riesgo de olvidarnos del mundo y los demás. Otras veces, parece que tenemos los sensores vueltos hacia el mundo y nos entregamos a la vorágine de la tierra que nos arrastra en su danza de fuego para escupirnos después a alguna playa, agotados, sin fuerzas y sin rastro, por supuesto, de los tapones de cera. Por eso Grotowski hablaba de la importancia del «I-Eye»: de no perder de vista el «I», el yo, sin dejar por eso de tener activo el «eye», el ojo que nos permite escuchar al mundo y a los demás.


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