Que no se diga
Últimamente he oído decir tantas veces que las crisis deben ser oportunidades para el cambio, que esta semana he decidido aplicarme el cuento. Que no se diga que desde el arte caemos fácil en la melancolía y en la desidia. Cabezones como somos, puestos a buscar soluciones tenemos más instinto que un ratón en un laberinto en cuya salida hay un queso gruyer. Todo empezó hace un par de días cuando coincidí con una orientadora de instituto, ya saben, una esas personas que intentan que el alumnado escoja una salida académica y profesional acorde con sus capacidades e intereses. Decía que, para su desasosiego, a la manida pregunta de: «¿Qué te gustaría hacer de mayor?», la respuesta de unos años para acá era siempre la misma: «Pues aquello que dé pasta, señorita». La tentación de caer en el típico discurso quejica era evidente. Que a ver adónde vamos a parar. Que con esa mentalidad en los más jóvenes la cultura y el arte estarán muertos. Y bla, bla, bla. Pero esta vez no mordí el anzuelo. La ecuación crisis igual a ganancia de pescadores había calado profundamente en mí, por lo que enseguida me puse a buscar ventajas allí donde en apariencia sólo había inconvenientes.
Para empezar había que negar la mayor. ¿Qué es eso de creer que actuando no se puede ganar un buen dinero? Ese pensamiento es propio de hippies venidos a menos que aún defienden la desfasada idea del arte por el arte. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos. Y si éstos pueden con nosotros, pues habrá que unirse a ellos. La situación es diáfana: dadas las circunstancias, no podemos reducir el oficio de la interpretación a un acto bucólico que sólo alimenta el espíritu a costa de arruinar todo lo demás. Es necesario un cambio de actitud que permita entender este oficio como un trabajo en el sentido más clásico de la palabra, es decir, como una actividad que satisface una necesidad real (subrayo lo de real) y cuyo activo (el trabajador) es remunerado en consecuencia.
Situado en estas coordenadas, la idea me vino sola. O casi. Debo reconocer que dos películas que vi hace tiempo encendieron la primera chispa. Una de ellas fue «Familia», largometraje de Fernando León de Aranoa, donde un solitario ricachón decide contratar a una compañía de actores para que el día de su cumpleaños se hagan pasar por su familia y mitigar así su profunda soledad. Y la otra fue una que seguro conocen, «El show de Truman», con ese gigante Gran Hermano plagado de actores que convierten un plató en el falso mundo donde vive el bueno de Jim Carrey.
Con estos dos filmes rondándome la cabeza y sabiendo que la radio-televisión pública cambia de dirección para servir a la mano que le da de comer, enseguida vi el hueco que habría que cubrir. Vista la retahíla de recortes, contradicciones e incongruencias perpetradas en tiempo record, a nadie se le escapa que el nuevo gobierno lo tiene espesito para salvaguardar su imagen, incluso dentro de su propio clan: ¿Cómo hacer entender que no hay dinero público para educación, cultura y sanidad, y sí para rescatar a uno de esos bancos responsables de esta patética situación? ¿Cómo justificar que a golpe de privatizar, en realidad, se está salvaguardando una sanidad pública de calidad? ¿Cómo vender la idea de que se perdonará a los que defraudan y se meterá en la cárcel a quienes reivindiquen sus derechos a pie de calle? ¿Cómo explicar que en un Estado aconfesional se acaban los recursos para todo el mundo menos para una institución tan contradictoria y anacrónica como la Iglesia?
En cuestión de credibilidad, estos gobernantes de tres al cuarto se han puesto la cosa mucho más difícil de lo que nadie podría imaginar. Pero creo tener una solución. Lo que el gobierno necesita es un competente grupo de intérpretes al servicio de la radio-televisión pública. Actores y actrices capaces de representar cualquier rol de la actual sociedad y, en particular, de aquellos grupos a los que más se les ultraja como trabajadores, jubilados, mujeres, estudiantes e inmigrantes. De tal forma que siempre que se anuncie un recorte o una ley que perjudique a alguno de estos colectivos, habrá un actor o una actriz dispuesto a meterse en la piel de uno de sus representantes y a ofrecer una versión edulcorada de la realidad. Que se recortan las pensiones, se pone a un actor-jubilado delante de la cámara del telediario asumiendo la medida como algo necesario para el bien común. Que desaparece la universidad pública, actriz-estudiante alcachofa en boca diciendo que la medida permitirá seleccionar a los jóvenes con verdadera vocación académica. Y así sucesivamente.
Estamos hablando de una suerte de Actores de Estado para servir a los medios de comunicación del poder central las 24 horas del día, que por supuesto entrarían dentro del régimen laboral de los funcionarios. El proyecto podría tomar el sugestivo nombre de «work in progress de artistas en programas de desarrollo estatal». Estoy convencido de que a este gobierno, tan amante de los eufemismos y de vender ponzoña como agua bendita, le dejaría encantado la idea. Y es que no es por echarme flores, pero el proyecto encajaría a la perfección con la estrategia de mantenernos así de anestesiados como estamos, y con ofrecer un nuevo horizonte a esos jóvenes que rechazan el oficio de intérprete pensando que es una salida sin futuro. Me consta que algunos actores de la actualidad, aquellos que prefieren llenar sus bolsillos antes que la conciencia, no tardarían en presentar su currículo en la ventanilla correspondiente.
Ahí dejo la idea, que es sólo un boceto para expandir y desarrollar. Y que no se diga después que no somos capaces de reinventarnos y sacar provecho del presente y del futuro.