Qué se cuenta en México
La reciente realización, entre finales del mes de mayo y comienzos de junio, en la municipalidad de Tlaquepaque, Estado de Jalisco, en México, de un Encuentro, cuyos organizadores les pidieron a los participantes dejar a las puertas del recinto de discusiones la emotividad de la que suelen hacer uso cuando están contando, para poder pensar con calma en el oficio, y averiguar si contar historias sirve para algo más que entretener, y sobre el cual hemos escrito en las dos columnas anteriores, nos incita a redundar en el tema, porque tenemos la sensación de que no hemos dicho lo necesario acerca de quienes estuvieron en dicho simposio, y que debemos decir, para insinuarle al lector las tendencias que en materia de narración oral se dan en México, porque cada uno de ellos, con sus bondades, unos, sus egolatrías, intolerancias y deseos infinitos de agarrar poder con la palabra, otros, está haciendo un meritorio trabajo en el entorno dentro del cual se mueve, aunque no siempre correspondiente a uno de los propósitos del Manifiesto de Tlaquepaque, cual es convertir a la narración oral en un vehículo de reintegración social, y de recuperación de la cultura nacional. Pero, la indecisión es una de las talanqueras con que suele toparse toda actividad que se convierte en moda, y que es lo que le ha estado sucediendo a la narración oral, y México no es una excepción.
Estuvo en ese Encuentro la voz reposada, como el tequila, de Rosa Martha Sánchez, un modelo de perseverancia en la narración oral, y quien, según noticias de buena fuente, no estuvo tan convencida de la forma, cuando quiso explorar el mundo de la narración oral, y en vez de dedicarse de tiempo completo a la emulación del estilo escénico de ésta, que según dicen algunos, crearon en Cuba, decidió emplear una buena porción de su tiempo en indagar sobre la utilidad social de la narración oral y terminó recuperando historias cotidianas de la revolución mexicana, que la historia oficial, siempre tan vanidosa, no menciona, porque generan el riesgo de la integración social.
Rosa Martha vino a Tlaquepaque, desde Monterrey, lugar en donde tiene su cuartel de historias y la artillería necesaria para enseñar cómo contarlos, a dar su testimonio acerca de cuánto sirve la narración oral como vehículo para recuperar la historia perdida o devaluada, y, además, sobre la utilidad que la misma tiene para llegar a la gente, de manera directa, y consolidar un mensaje que a través de la proliferación cancerosa de los llamados mecanismos de comunicación, se pierde.
Estuvo, también, don Jermán Argueta, auto proclamado conde del valle Temascalcingo, y quien para distinguirse de los mortales que lo conocemos, decidió quitarle lastre a su nombre, cambiado la pesada g de gruñón por la liviana j de jovial, quien ha dedicado buena parte de su vida en redescubrir las leyendas, que parecen esculpidas en la zona histórica del Distrito Federal, para hacerlas resistentes a la desaparición, y justificar, además, su papel accesorio de narrador oral.
También estuvo en Tlaquepaque, disputando un espacio para hacer reinar su opinión, actitud en la que es muy insistente, María Eugenia Márquez, una gestora cultural de Zacatecas, uno de cuyos méritos es haber salido sin lesión mental visible, de su intensa lucha en el manejo de la ansiedad, y en lo que se volvió experta, cuando emprendió la tarea de convencer a sus coterráneos de la bondad de su idea de introducir en los callejones de su ancestral ciudad, la palabra, con tinte de leyenda, para convertirla en otro atractivo del turismo local, y consiguió consolidar un festival de la oralidad del que ya se habla en muchas partes.
Sabemos que estuvieron otras personas, con iguales o mayores méritos, y sobre cuya gestión no diremos nada, debido a que no poseemos los documentos ni las noticias que nos faculten para hacerlo, porque no queremos correr el riesgo del exceso o el defecto, aunque estemos hablando de narración oral y el tema nos permita abundar tanto en uno como en otro.