Qué se siente no ser yo
La conciencia consiste en estados, dice John Searle. La capacidad del actor para autogenerarse estados, marcarían maneras variables de su propiocepción, ya sea internamente, como a partir de las condiciones que devienen del entorno. También la estimulación interna y externa, como capacidad y conocimiento apto para producir esos estados cambiantes, van constituyéndose en una tabla de registros empíricos posible de ser confeccionada a través de sus calidades subjetivas. Un actor, a partir de esos estados ya reconocidos y vivenciados, es capaz de repetirlos, a través de un manejo técnico de los pasos aptos para producirlos. Un actor, técnicamente puede seguir los procedimientos que lo llevan a actualizar un determinado estado, así como puede sustraerlos con el tiempo, en una especie de síntesis que le permite captarlo, apelando a lo que podríamos llamar simplemente ‘memoria corporal’. Estos estados son intransferibles en tanto su sentido ontológico es a costa de la experiencia íntima, privada. El dato de presente (presencia) surge de esa conciencia. El actor formaliza esos estados, les da expresión. Los modula, los intensifica, los modera. La codificación de los rasgos que conforman esa ‘forma’ connotan una intención comunicable, aún cuando en esencia, la trama cuántica de dicho estado, en el depositario y emisor de la misma, tenga más que ver con una experiencia del orden de lo inefable.
Un estado alterado de conciencia sería una fórmula aceptable si se considera que el trabajo del actor incluye protocolos técnicos que inciden sobre los procesos mentales. Y ‘alterados’ en el sentido que la escena puede favorecer la reconducción de la energía mental de manera de provocar dichos estados a partir de un mapa imaginario. Una pregunta antropológica sería: cómo es la sensación de vivir en escena. Las similitudes con la pregunta de Thomas Nagel, «¿qué se siente ser murciélago?», no es arbitraria.
Registrar el estar en escena según el mismo standard existenciario del vivir cotidiano, confiere a la vivencia originada en el trance escénico una corporeidad que duplica activamente un cuerpo que vive la vida real sin aquel emplazamiento. La mutación que por mental o del orden de la conciencia vive el actor, puede venderse como intangible y desde ahí como inexistente. Pero la conciencia trabajada, construida a base de esa voluntad estética, puede ser motor más que de una nueva conciencia, de aquella más bien desconocida que brilla en su pureza a través de la intencionalidad de los objetivos trazados.
Es raro que el horizonte de expectativa de los artistas desafecte de sus intereses al campo de la mente, sobretodo si es que se entiende que de ella aún está todo por saberse. Por qué tal desidia, en un ámbito cansado de buscar las novedades, saturado a través de la informática y las nuevas tecnologías, de propuestas extrospectivas, cuando su misterio aún puede brindar introspectivamente algo más que asociarse al sueño o a develar el inconsciente dado. Algo así como la aventura visional de la interioridad.
Los procesos de la mente pueden doblar la apuesta a la vieja aventura de la mímesis. Es que si aún no se han decodificado tales procesos, menos se han entendido cabalmente los fenómenos a los que a nivel mental han dado y dan lugar. Como si el fenómeno del pensar, del conocer, del entender, fueran extracerebrales, extra-mentales. El acontecimiento cualitativo de la mente, el qualia al decir de la neurociencia, es el ladrillo de ese ejercicio descifratorio, que vuelve a plantar bandera en temas como ‘quiénes somos’, ‘qué pretendemos’, ‘con qué contamos’…
Al mencionar al actor cabe aclarar que es un actor de la era de la sincronicidad, quien da respuestas, más o menos eficaces, apelando a su mente así como un hombre le pregunta al I Ching. La acción autopoiética del actor, es una construcción de conciencia. Es esa conciencia la que provee de la densidad existenciaria a la experiencia ficcional. La confluencia sincrónica de lo intuitivo y la del factor externo a través del azar, promueve una acentuación consciente, una potenciación que sólo podemos medir como penetración.