Quemado
No es fácil sentarse a escribir un artículo de opinión sobre artes escénicas en estos tiempos. La danza y el teatro son una fiesta y debieran ser también una celebración de la consciencia, la solidaridad, los valores éticos, la ecología… No obstante, no es fácil escribir un artículo de opinión sobre artes escénicas cuando se siente una cierta angustia y el aire huele a humo. Arden los paisajes que me constituyen desde la infancia y también yo resto quemado.
Los incendios que están arrasando bosques y toda la vida que contienen, llegando a quemar casas, nos devuelven, un año más, una imagen oscura y abominable de la raza humana. Dominamos el planeta, imponiéndonos a las otras especies de seres vivos. Somos una plaga y, al mismo tiempo, somos capaces de hacer arte.
Esta semana pasada, el colega Iván Fernández escribía, en la ‘erreguete.gal’, sobre Relato para un incendio, de Ernesto Is, por la compañía aAntena, que se estrenó en la 38ª MIT (Mostra Internacional de Teatro) de Ribadavia. Casi la mitad del artigo es un llanto-denuncia sobre la terrible situación de los fuegos que rodeaban la capital del Ribeiro, donde se celebra el festival y que se cebaron con la zona de Valdeorras y O Courel. El título del artigo de Iván, “O que arde”, es una mención explícita a otra pieza artística, en este caso cinematográfica, de Oliver Laxe, quien, desde Os Ancares, conoce muy bien la plaga incendiaria.
En 2017, en un atípico octubre, muy caluroso y sofocante, subía yo al FIOT (Festival Internacional Outono de Teatro) de Carballo (A Coruña), para ver Incendios de Wadji Mouawad, en la escenificación de Mario Gas. Al acabar el espectáculo y salir al exterior todo era humo. Por la radio avisaban que había varias carreteras cortadas por causa del fuego, que se extendía con rapidez por el viento y gracias al polvorín constituido por los montes de eucalipto y pino. Yo iba conduciendo por carreteras de humo denso que, poco después, eran cortadas, igual que la autopista, por causa de las llamas. El eje Carballo – Compostela – Vigo era una tiniebla irrespirable. Vigo estaba cercado polas llamas, que pelaron los montes de los alrededores, llegando a arder, incluso, dentro de la ciudad. La ría y las calles eran una humareda.
Entonces fui incapaz de escribir sobre aquel espectáculo, en el que se dejaba ver el estigma trágico de la barbarie que anida en la persona. Meses después, en enero de 2018, cuando la lluvia lavó el trauma, escribía el artículo que, como el de Iván, comenzaba, irremisiblemente, dando cuenta de la devastación.
Gertrude Stein fue la pionera de las landscape plays (piezas paisaje), que no trataban ni sobre paisaje ni sobre ecología, pero que instituían un tipo de dramaturgia que abolía las jerarquías en los diversos niveles de composición. Entre ellos, el personaje, metáfora de la persona, el ser humano y su acción ordenadora hegemónica, dejaba de ser el centro para integrarse en un paisaje escénico y lúdico, en pie de igualdad con otros elementos. Robert Wilson y Richard Foreman, revolucionarios del arte teatral, han reconocido, explícitamente, el papel fundamental que ejerció la dramaturgia de Gertrude Stein en sus concepciones.
Y yo veo en esas teatralidades postdramáticas un ejemplo ecologista, que se da en la propia forma. No se trata de un mensaje, no se trata de un teatro instructivo, aleccionador. Se trata de experimentar el hecho de que una persona no es más que un árbol o una flor. Se trata de ver y sentir que formamos parte de un paisaje en el escenario teatral, en pie de igualdad con la acción de un aparato de iluminación o de cualquier otro dispositivo o elemento escénico. Del mismo modo que en el escenario de la vida, dentro del ecosistema biológico y cultural del que formamos parte, también deberíamos no imperar.
Ese ecosistema sobre el que imponemos nuestras perniciosas conveniencias y ambiciones. El resultado es el calentamiento global y sus múltiples consecuencias, la explotación y abuso de los llamados países del tercer mundo, la explotación humana y de los recursos del planeta aquí mismo, sin ir lejos, las guerras económicas (disfrazadas de otra cosa), la extinción de otros seres vivos, de lenguas y culturas, también aquí mismo, sin necesidad de irnos lejos… y un largo etcétera, del cual los incendios son solo lo que ahora mismo tengo más cerca. Estoy quemado.