Reflexión de escritorio bajo un rayo de sol
La semana pasada escuché a alguien decir que quien define si lo que uno escribe o crea tiene sentido, es el espectador. El asunto me quedó sonando… quiero destacar esta idea porque a veces olvidamos que el arte es por encima de todo un acto de comunicación, es una manera de entablar un diálogo con otros.
El arte se completa en el encuentro entre humanos. El teatro conecta, vincula, tanto si está escrito, como si es encarando. La escritura exige la participación del lector, y el acto vivo, mejor dicho, el hecho escénico también, pues reclama la presencia y la compañía del espectador. No hay viaje, ni juego, ni riesgo, ni aprendizaje, ni fracaso, ni crecimiento, ni crisis, ni acuerdo o desacuerdo sin los otros.
Uno no trabaja para sí mismo, el teatro no es egoísta, otra cosa es que hayan personajes egoístas; el teatro exige, solicita, requiere, invita, demanda la coparticipación. Existe en el creador la necesidad de enlazarse con los demás, de hablar para ser escuchado, de escuchar para ser oído. Es el acto de amor al que se refiere Igor Stravinski cuando habla de componer música. No se trata de lucimiento, exposición y exhibicionismo porque es fácil y precario. El amor es más complejo. El trabajo del artista es el de dar –yo precisaría, darlo todo–, porque hay un impulso de apertura, de entrega imposible de contener. Da porque quiere, porque apetece, porque puede. Por supuesto que ese acto de entrega, del que también habla Grotowski, produce placer individual, pero si es colectivo resulta más gratificante. No se crea por complacer a los demás, no se crea para convertirse en Narciso, se crea por la necesidad de comunión y correspondencia, para crear lazos sinceros y profundos.