Críticas de espectáculos

Ricardo III/William Shakespeare/Atalaya

Radiografía del poder

Título: Ricardo III – Autor: William Shakespeare – Intérpretes: Jerónimo Arenal (Ricardo III); Carmen Gallardo (Margarita/Asesino joven/York), Joaquín Galán (Buckingham/Ractliffe); Aurora Casado/Lidia Mauduit (Duquesa de York); Silvia Garzón (Lady Ana/Hija de Clarence); Manuel Asensio (Tyrrel/Eduardo IV/Alcalde); Raúl Vera (Clarence/Stanley); María Sanz (Isabel/Príncipe de Gales); Nazario Díaz (Rivers/Catesby/Richmond) – Escenografía: Joaquín Galán – Vestuario: Carmen Giles – Iluminación: Alejandro Conesa – Música: Luis Navarro – Dirección y adaptación: Ricardo Iniesta – Producción: Atalaya

El caso de Atalaya es excepcional en nuestro país. Desde su creación en 1983 y siempre bajo la dirección de Ricardo Iniesta, la compañía sevillana se ha volcado en el estudio y la investigación de las corrientes y tendencias teatrales que han venido configurando la estética del teatro mundial durante este último siglo. Un conocimiento que ha ido adquiriendo gracias a su relación permanente con el Centro Internacional TNT y los maestros que por él han pasado transmitiendo su sabiduría y experiencia sobre la commedia dell´arte, la biomecánica rusa, el «teatro pobre» grotowskiano, su aplicación por el Odin Teatret de Eugenio Barba – tan ligado al centro – o determinadas técnicas del teatro de Extremo Oriente, como son las de la Ópera de Pekín, el teatro balinés de Indonesia, el Noh y el Butoh japoneses o el Kathakali de la India. Partiendo de su instrucción en estas disciplinas, cada puesta en escena de Atalaya lleva un tiempo importante de preparación teórica y de ensayos en busca de la perfección. Buena muestra de ello han sido sus montajes de Lorca, Maïakovsky, Heiner Müller, Valle-Inclán, o su trilogía sobre las heroínas griegas. Por no hablar de su reciente producción de La casa de Bernarda Alba, protagonizada por las gitanas del asentamiento chabolista del Vacie, todo un acontecimiento a escala internacional.

Por ello, cuando Atalaya prepara un nuevo espectáculo se crea una gran expectación entre sus seguidores. Sobre todo, cuando el autor de la obra es William Shakespeare, un «clásico» con el que hasta ahora no se habían medido, y la obra su Ricardo III, tal vez la más intrincada de sus «piezas de reyes». El primer objeto de esta saga sobre la convulsa historia de la monarquía inglesa, que va desde La vida y muerte del rey Juan hasta La famosa historia de la vida del rey Enrique VIII es, evidentemente, ensalzar ante el pueblo londinense que acude en masa a los teatros la prosperidad y la concordia que ha traído a las islas, tras tantos años de magnicidios y revueltas, el esplendoroso y sin par reinado de Isabel I de Inglaterra, la Reina Virgen. Pero al tiempo que cumple con esa provechosa y patriótica tarea y tal vez llevado por un exceso de celo al querer resaltar la abyección de la guerra civil en que se debatió el reino antes de que subieran al trono los Tudor, Shakespeare traza un retrato sangriento y despiadado, el del duque de York, con el que se inicia esa galería de arquetipos del drama – Hamlet, Otelo, Macbeth, Lear… – con el que se va ir poblando su teatro. Por otra parte, desaparecido Marlowe en 1593, el año en que se representó la obra, y tras el clamoroso éxito de Romeo y Julieta, el joven William, que va a cumplir los treinta por entonces, se consagra con Ricardo III como el autor más sobresaliente del teatro isabelino.

Es esa combinación de historia y vida la que hace del Ricardo una mezcla explosiva con una mecha siempre en ignición. Porque, lo mismo que a su público se le hacía evidente, se nos hace a nosotros la vigencia de esta narración de insidia y crimen por alcanzar la cima del poder. No deja de ser cierto que los tiempos progresan hasta el punto de que los homicidas hayan perdido el nombre en nuestros días – ya no son ni Ricardo, ni Enrique Octavo, ni Macbeth, sino siglas corporativas de entidades – aunque su fórmula siga siendo la misma: convertir la matanza en un mecanismo, una maquinaria fría y eficaz para borrar del mapa por las buenas todo lo que se ponga por delante. De ahí la actualidad de la obra shakespeariana, en cuanto nos recuerda que tras la pretendida asepsia de los contemporáneos holocaustos – Líbano, Gaza, Irak, Afganistán… – hay sangre, huesos triturados y amasijos de vísceras como los que rebosan de sus tragedias. Y hay nombres, como en las nuestras – Blair, Bush, Aznar, Netanhayu… – a la espera de que un día venga ¡al fin! otro joven William para escribirlas.

A esa maquinaria del horror responde cabalmente la maquinaria teatral de Atalaya. Para empezar, y como es su costumbre, Ricardo Iniesta ha llevado a cabo una concienzuda revisión del texto, reduciéndolo prácticamente a una tercera parte del original. Esta poda – que pondría, sin duda, los pelos de punta a compañías tan respetuosas de mantener la integridad literal de la escritura como son Cheek by Jowl o la RSC – nos da, en cambio, una excelente idea de cuáles son las verdaderas intenciones de Atalaya a la hora de abordar la obra. No se trata de honrar un inestimable legado filológico ni de indagar siquiera en la maraña mental del protagonista convirtiéndole en una especie de Hamlet avant-la-lettre para mayor lucimiento de un actor, sino de desvelar ante un auditorio transido por el espanto el verdadero sentido de la Historia. Iniesta lee a Shakespeare como Brecht lo leía, no abrumado por su genio dramático sino comprometido con su tiempo.

Una vez establecido el fin del montaje con claridad, la máquina Atalaya se pone en marcha con esa precisión que la caracteriza. Es el resultado de tantos años de trabajo en común, un modelo que tienen heredado de lo que fue el teatro independiente y que la competitividad, las prisas y el mercado han hecho desaparecer del panorama. Los actores de la compañía actúan de consuno siguiendo al pie de la letra las indicaciones del director, siempre con el movimiento y gesto justos, y vocalizando de manera inteligible, «alto y claro» como se dice ahora pero tan poco se practica. Así, la ejecución de los criminales propósitos del rey transcurre como si contemplásemos una partida de ajedrez con todos sus movimientos y jugadas perfectamente definidos hasta el jaque mate final. Ver actuar a la gente de Atalaya es un placer estético, con toda la carga emocional que puede contener esta palabra. Una emoción que no es sentimental sino pura tensión intelectual que se va incrementando a medida que transcurren los «sketches» del drama y se van amontonando los cadáveres. Aunque por lo general «distanciada», la puesta en escena tiene momentos de gran intensidad, como son los números de «music-hall» de Margarita (Carmen Gallardo inmensa) o las incursiones de Ricardo en la sala buscando la complicidad del respetable (portentoso Jerónimo Arenal).

Y es llegando al final cuando me pregunto si el que ha dado Atalaya a su Ricardo es hoy el adecuado. Ni que decir tiene que el cierre de la obra es impecable: el rey muere en la batalla de Bosworth al grito de «¡Mi reino por un caballo!» componiendo una escena que ya su primer protagonista, el cómico Richard Burbage, convirtió en memorable el día del estreno y que, en el montaje de Atalaya, se resuelve brillantemente con un «crescendo» de luz y de sonido y el rey atravesado por las picas. Una consumación de la culpa con la que estalla, al fin, toda la tensión acumulada. Shakespeare no podía terminar de otra manera. En primer lugar, porque su remate coincidía con la verdad histórica; en segundo, porque su obligación de leal súbdito era dar a tan lóbrega intriga un final recto y edificante; y tercero y principal, porque la inmolación de Ricardo era de encargo desde el punto de vista dramático. Pero, en los tiempos que corren, ¿es así como termina siempre el «capo» de una organización criminal? Tal vez hubiese que sacar una conclusión más brechtiana y menos decorosa de esa acta de acusación que ha ido levantando Atalaya para mostrarnos cómo la toma y el ejercicio del poder van siempre acompañados por una escalada de atropellos. Claro está que, en la duda, acogerse al desenlace de Shakespeare y someterse a su ciclópeo genio puede que, al fin y al cabo, sea la alternativa más prudente.

David Ladra


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