Diecisiete años después de ser estrenada, la obra ‘El camino rojo a Sabaiba’, de Óscar Liera, llega por primera vez a los escenarios mexicanos en manos de universitarios provenientes de distintas partes del país, dirigidos por un hombre de teatro con raíces sonorenses. Diecisiete años después de ser estrenada por Adam Guevara, El camino rojo a Sabaiba, de Jesús Óscar Cabanillas Flores, mejor conocido como Óscar Liera, llega por primera vez a los escenarios mexicanos en manos de universitarios.
Dirigida en 2000 por Ludwick Margules y actualmente en el repertorio del TATUAS, fundado por el mismo Liera en 1982, la obra de quien escribiera aquella Cúcara y Mácara que en 1981 se hiciera famosa por el ataque que recibiera de parte de fanáticos religiosos del catolicismo evoca, como dijera el propio Guevara, no un montaje escénico, sino una especie de sueño, de tránsito por regiones poco exploradas, poco conocidas de nuestra idiosincrasia.
Para un espectador poco familiarizado con la dramaturgia del Liera de la llamada “gesta sinaloense”, quizás sea útil imaginarse una especie de Pedro Páramo sobre las tablas, ya que los recursos de mote rulfianos parecen poblar el que para muchos es uno de los textos más mágicos y poéticos de la literatura dramática mexicana. Sin embargo, tamizado por la preocupación social que hiciera de su autor un retratista del desengaño, El camino rojo a Sabaiba pone sobre la mesa la baraja de personajes que lo mismo se pueden ver pululando por los pasillos del poder que por los caminos polvorientos que la miseria humana satura con sus máscaras todas.
Hacia principios de la década de los ochenta, recuerda Eduardo Contreras Soto, maestro de Literatura Dramática egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Liera declaró que se daría a la tarea de escribir una trilogía cuyo tema fueran los más grandes ladrones de Sinaloa, nueve años después las tres obras de los discípulos de san Dimas habían sido escritas y estrenadas: El jinete de la Divina Providencia, que habla de Jesús Malverde, el santo laico de los narcos; Los caminos solos, sobre Eraclio Bernal, y El camino rojo a Sabaiba, que cuenta la historia de una serie de personajes que rodean la caprichosa construcción de un camino de barro cocido por el que hombres y mujeres tuvieron que abandonar la pesca y la siembra para trabajar entre fiebres, paludismo, diarrea y miles de penurias que hicieron de los sabaibas “gente muy jodida y pisoteada”. El camino rojo a Sabaiba no pudo ser estrenada sino hasta un año después que Antonio Toledo Corro, gobernador de Sinaloa de 1981 a 1986, dejara su sitio a Francisco Labastida; el motivo es que el mentado camino era, entre otras cosas la analogía de aquella carretera que comunicara el Rancho Las Cabras del “señor gobernador” con la capital del estado.
Por su vista privilegiada hacia el mar, aquella carretera fue llamada oficialmente La Costera, pero pronto, por las penurias que significó su construcción, el rencor popular la rebautizó como La Muertera; así lo recuerda Sergio Galindo, actor, dramaturgo y director de teatro nacido en Sonora, quien, además de haber conocido a Liera desde los tiempos aquellos en que protagonizara el proyecto de promoción artística y cultural que coronara la ya famosa Muestra Regional de Teatro del Noroeste, dirige la cuarta puesta en escena que se tenga memoria de El camino rojo a Sabaiba, la primera que se hace con estudiantes universitarios.
Invitado por José Ramón Enríquez, director del Centro Universitario de Teatro de la UNAM hasta principios de este año, Galindo llegó al CUT para trabajar con su generación 2000-2004 en lo que sería su “puesta de diplomación”, algo así como su tesis profesional. La combinación difícilmente habría podido ser mejor, Galindo, como Liera, encarna la batalla que el teatro (mal llamado) de provincia da contra los cánones que el centralismo económico, político y cultural dicta; donde montajes como Güevos rancheros y Más encima… el cielo son sólo algunos botones de muestra de ello.
Para el también fundador de la Compañía Teatral del Norte, el CUT es una de las mejores escuelas de su género en el país: “Los egresados son actores disciplinados, bien preparados, con una gran disposición a la propuesta y, sobre todo, con una pasión y amor al teatro” (Gaceta UNAM, No. 3703). Para muchos, pensar en el CUT es imaginarse montajes con discursos estéticos un tanto cuanto azotados y puestas en escena cargadas de trabajo físico que rayan en lo militar. Sin embargo, por lo menos durante la era Enríquez, el CUT apostó porque la disciplina del actor teatral no fuera sinónimo de procesos frustrantes de quienes llegan, como dijera el propio José Ramón, con un brillo en los ojos que pronto dejan entre los pasillos de este CUT nuestro de cada día y sus muros rezumantes de mamonería.
Los egresados de la generación 2000-2004 son arrojados a la jungla que de por sí es el oficio teatral no menos mamones que sus “hermanos de escuela” que les antecedieron, pero sí con ese brillo con el que salieron de las tierras que biológica o artísticamente los parieron, para crecer y multiplicarse en la entrañabilidad que les heredaran maestros de la talla de Aurelio Tello, Eduardo Contreras Soto, Jorge Ávalos, Aída López, José Ramón Enríquez, Moisés Manzano, Maya Ramos Smith, Raúl Kaluriz, Fernando Martínez Monroy, Francisco Álvarez, Margarita Sanz, Daniel Martínez y Carmen Mastache, entre otros. El resultado es una puesta en escena que, parafraseando a Liera, hace de la risa un acto subversivo y de la farsa un género que atenta.
Así que si usted se anima a pasar el fin de semana con estos noveles actores provenientes de Veracruz, Oaxaca, Nuevo León, Sinaloa, Morelos y la capital del país, no se sorprenda si entre la iluminación, la sonorización, el maquillaje o las acrobacias clownescas se topa con personajes que le recuerden a su gobernador, su representante en el Congreso, su vecino o a usted mismo, recuerde que “cualquier parecido con la realidad, etcétera, etcétera”.
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