Semana Santa
Escribo estas palabras estando de vacaciones. De vacaciones en casa y haciendo lo que más me place: estoy cocinando, leyendo, practicando la jardinería y, sobre todo, dedicándome a los amigos a los que cada día puedo brindarles menos tiempo.
Precisamente a su disposición ponemos nuestro balcón cada año por estas fechas, para poder disfrutar de una de las procesiones más celebradas de la provincia de Lleida, la Magna Procesión penitencial que culmina los actos de la Festividad de la Virgen de los Dolores de Bellpuig.
Reconozco que cada año me dan ganas de precintar el balcón e irme muy lejos de fin de semana. Sobre todo después de las palabras de turno del obispo de turno que le ponen uno de un anticlerical que es demasiado – las últimas declaraciones del obispo de Alcalá de Henares son una vergüenza absoluta-.
Pero siempre nos quedamos. La casa se llena de invitados, generalmente familia y amigos profesionales del mundo de las artes escénicas que alucinan con la procesión. Les relato, si les parece, así se hacen una idea.
Precedidos por el Ángel, los armados abren acompasados la marcha. Combinan pasos, dibujan y deshacen figuras -como las celebradas cruz o estrella-, orgullosos. Unos vecinos comentan que este año parece que han mejorado el vestuario, otro asegura que no, que el forro es el mismo de siempre y que parece de carnaval. Las bandas –tanto la flamante banda local como la invitada- marcan un ciclo solemne de melodías y silencios. Los pasos se suceden y el público, con el gesto grave, los escolta portando cirios y velones. Las calles se tornan arroyos incandescentes, raíles trémulos. El pueblo entero se vuelca y reparte en esta o aquella escena, es un hecho tradicional, relacionado con la identidad y que pasa de padres a hijos. Es el momento de recordarle a nuestro amigo Arnau Vinós que él también desfiló, que nos cuente. Lleva un rato serio, concentrado, está claro que vive el momento de otra manera.
Con el paso de los penitentes llegamos al momento álgido de la festividad. Incluso el silencio enmudece para expresar que aquello va muy en serio. Si bien la escena no es ni la mitad de tremebunda de lo que pueden ser otras manifestaciones del estilo, reconozco que es el momento que más me cuesta, por mucho que lo respete profundamente –ya no digo de manera dramática, pues me fascina, son momentos de rito puro que asombran e inspiran por igual-. Aquellos hombres y mujeres andan todo el recorrido de espaldas y descalzos, atentos al paso central, el más espectacular, el de Nuestra Señora de los Dolores.
Desde el balcón de casa nos llega el olor de las flores que la rodean. Se trata de un paso con luminaria eléctrica, sin palio. La imagen es una talla de yeso y madera. Es la más hermosa. Lleva corona y en el pecho un corazón de plata con las siete espadas que lo atraviesan. A continuación siguen los priores, consistorio municipal y autoridades. Todos de gala y exultantes. Cierra, a modo circular, una compañía de armados invitada. Igual de acompasada y orgullosa que la local.
En algún momento he tenido la sensación de viaje a un pasado rancio y conservador. En otros me he emocionado. Cada año me hago un lío. Qué le vamos a hacer. El hecho es que esta columna está dedicada a las otras escenas y, aprovechando la Semana Santa, no podía dejar de invitarles al balcón de casa para hablarles de esta celebración mayúscula.
También he pensado y mucho en el teatro de calle y su relación con nuestra tradición. Atención a la escenificación a la que hemos asistido: ejemplarmente pautada, codificada y custodiada, además de un ejemplo de trabajo colectivo que va más allá de edades, géneros y condición social. A tener en cuenta.