Séptimo continente del lenguaje
A las dimensiones continentales de los desechos devenidos del consumo, el mar, con infinita paciencia los ha ido acumulando en una proverbial masa, bolo fecal digno de mejores destinos. A las condiciones de su no-degradabilidad, se suma ahora el de ser una costa a los que no deja de sumarse más y más basura.
La profusión hablante, la verbolalia abierta y petulante, desenfreno dicente, inundado de ingredientes indegradables, se acumula en su fétida vacuidad excedentaria, hasta formar un Hades de palabras indignas de haber sido alguna vez pronunciadas. Acá lo indigno empieza por aquellas que se dicen por decir, aún desde la sorda inconducencia de sus receptores.
El resto desechable de los lenguajes, también ha formado acumulaciones de dimensiones continentales, que atentan contra cualquier ecosistema cultural que se precie.
Palabras hay que colaboran a que no se oiga ni se diga nada. Palabras cómplices del aturdimiento. Palabras portadoras metastásicas de la proliferación de nada. Palabras insolubles no propicias a la combustión del goce. Palabras-borra, residuales. Escoria acumulativa del ‘banco de ahorro de osamenta palabrera’. Reservorio de los falsos poetas. Burbujas huecas y petrificadas con las que asustan aquellos que expelen con ellas su halitosis de muerte, los que viven de llenar a toda costa los espacios nutricios del silencio. Luego, hay tormentas de fuego que con su engañosa turba flamígera, devuelve a las calles de las ciudades las montañas de costra lingüística, a circular cloacalmente por donde deberían ir otros signos vitalizantes. Vendavales palabrescos portadores de la nada. Nada que decir a fuerza de mayores proferimientos opacos. Son las trampas de un ley de comunicación que ha instrumentalizado los lenguajes a sus eficiencias portantes. Gastamos y gastamos lenguaje, sin apercibirnos que los restos indegradables van tapándonos con las carcazas de sus sintaxis muertas. Vivimos con respiración artificial en las catacumbas cuyas paredes están tapizadas con los huesos y estertores de palabras usadas y arrojadas a los osarios como un neumático viejo a la basura. O quizá aún sirva para ser quemado en los piquetes de los tartamudos y lenguas-bola que buscan cómo denominar las cosas que tanto los aqueja, aún a costa de contaminar los aires puros donde es fácil darse cuenta si hay algo nuevo que se dice.
Los profesionales de la circulación de lengua muerta y fosilizada, a la que empaquetan en nuevas salivas, son la tentación de las leyes de ajuste palabrario, capaz de poner en caja las desorbitadas inflaciones de discurso de los gastadores derrochantes de palabras, con las que sin embargo no están comprometidos a liberar ningún territorio idiomático ni perceptivo. Más bien todo lo contrario. Neoliberales del discurso crédulo del equilibrio auto-organizado del mercado de palabras.
Frente a ellos, la crisis del lenguaje es la poesía.