SIGNA
Son las tres de la tarde y hace un calor horrible, muy pegajoso. Estamos en el patio de un chalé en una urbanización de gente relativamente bien. Somos unos cuarenta. El mismo demonio, orondo y sudado, sale a recibirnos en bata. Nos ofrece una bebida y nos pregunta de dónde somos. –Nosotros venimos de Barcelona -le contestamos. -¿Se peca mucho en España? Tengo entendido que es un país muy caluroso- nos suelta. Le sonrío y se me acerca. Su olor es ácido, muy fuerte. Me coge de la mano y me lleva a la entrada del domicilio. Eso me pasa por hablar. Un chico rubio, con los hombros enrojecidos, y que viste como un soldado soviético de la segunda guerra mundial, se aparta del sol e invita a cinco personas más a acompañarme. El demonio me pide que llame a la puerta y llamo sin rechistar.
La chica que nos recibe se parece mucho a uno de esos espectros de pelo largo y oscuro que aparecen en las películas de terror japonesas. Lleva recogida en el cuerpo una cuerda gruesa que despliega para ofrecérnosla, como si de una siniestra maestra de guardería se tratara. Nos agarramos a la cuerda y salimos a un patio trasero. Se me encoge el estómago al ver los cuerpos semienterrados y humeantes repartidos en montones por todo el jardín. Brazos, zapatos, piernas, manos… Cruzamos el patio y llegamos a un trastero mohoso lleno de herramientas viejas. Allí nos habla por primera vez y nos dice que los personajes que habitan la casa son almas condenadas, que las escenas que viviremos son restos de la tragedia vivida en aquella morada, situaciones impregnadas en sus paredes como desconches o roces. Tras estas palabras, cruzamos de nuevo el patio, la cocina y entramos en un comedor ochentero que huele a puro.
La guía nos sienta como puede en un sofá. Despierta al cincuentón corpulento con pinta de mafioso que está sentado en una butaca y a una anciana dormida en una cama de hospital. La anciana se queja, el hombre se enciende un puro a medio fumar. Discuten. El hombre intimida, y la vieja da mucha pena, parece ida. El hombre sale de la habitación. La anciana me mira y pide que la ayude a incorporarse. Con la mirada perdida, habla de un soldado soviético que la violó hace mucho tiempo, habla de su hijo mayor, del marido al que nunca amó, de los dos hijos que éste le engendró, hijos a los que ella intentó quitar la vida repetidas veces. Dice que no quiere a nadie y que nadie la quiere. Que un día de estos le pega fuego a la casa. Al rato entra una chica joven, malhumorada y con pinta de prostituta de carretera, cargando con la comida de la anciana. La chica se dedica a mortificar a la vieja con la cuchara y con la papilla. Al regreso del hombre descubrimos que la chica es su esposa. Discuten otra vez y la guía los pone de nuevo a dormir, no sin ellos mostrar resistencia. Tengo un nudo en el estómago.
La siguiente escena la vivimos en el sótano, en un cuartucho al lado del garaje. En el suelo duermen tres chicas muy jóvenes. Van casi desnudas, visten solamente unas bragas y unas orejas de conejo de peluche rosas. Se despiertan. Tiemblan. Parecen estar drogadas. Nos miran aterrorizadas. Piden ayuda. Las han engañado y no saben donde están. Dan ganas de sacarlas de allí, de llamar a la policía. De golpe, aparece un discapacitado mental de unos cuarenta años que dice venir a dar de comer a sus ‘conejitas’. Poco después entran dos hombres más, un compañero del público con una especie de proxeneta. Se llevan a una de las chicas y las otras dos se quedan llorando.
En el piso de arriba nos esperan más escenas. En una habitación que parece no haberse hecho en años, reencontramos al deficiente, que al despertar nos habla de su hermano, un hombre con un retraso profundísimo escondido en calzoncillos dentro de un armario. Dice que está así porqué a su madre se le cayó varias veces de los brazos. El hombre se muestra muy cordial, nos sienta en su cama nido, ofrece patatas fritas y otras porquerías que hay tiradas por el suelo, incluso nos quiere leer un cuento. Nos habla de Dumbo, dice querer ser como Dumbo y salir volando de aquella situación. Lo dice medio llorando, agarrado a sus orejas enrojecidas, como intentando volar. Parece una pesadilla.
Salimos y nos cruzamos con otro grupo de público. De camino a la siguiente habitación, la puerta entreabierta del lavabo nos descubre al demonio tomando un baño de espuma. Se ríe. Caemos en la cuenta que los personajes saltan de una a otra escena, matizando contenidos; que cada escena, si bien parte del mismo esquema, es siempre diferente; que lógicamente el público se acerca a la trama en orden desigual. El que nos ha tocado a nosotros va in crescendo.
Las escenas que siguen son las más impactantes. Tanto la de los camioneros que se han traído a las ‘conejitas’ de la Europa del Este como la del travesti y la chica malhumorada del principio que nos las quieren vender son de lo más desagradable que he vivido como público. El final tampoco se lo voy a contar, no estaría bien. Mi intención ha sido llamarles la atención sobre este espectáculo, dejarles con ganas de más.
Aquel día hubo gente que se violentó y mucho, por los aprietos y situaciones incomodísimas que pasamos. Otros se enfadaron, qué era aquello de culpabilizarnos, qué podíamos hacer nosotros para arreglar el problema de la prostitución y las mafias. A mí me pareció una experiencia extraordinaria. Por intensa, perturbadora, barroca, valiente y cargada de discurso social –tan falto en el teatro contemporáneo-.
Fue este verano, en el Festival Salzburgo, durante la semana del proyecto de jóvenes directores. La pieza, irrepetible, Haus. La compañía, SIGNA, un colectivo con sede en Copenhague difícil de etiquetar, especializado en pasar por el cedazo de la instalación artística las artes escénicas, en la creación de espectáculos pensados para espacios no convencionales, concretos, únicos, como aquella casa en el barrio de Maxglan en Salzburgo.
Sin lugar a duda, el proyecto SIGNA ocupa un lugar preeminente en el panorama teatral centroeuropeo, dónde se les reconoce y admira no solamente en el circuito vinculado a las ‘otras escenas’. Altamente recomendables para los que entendemos las artes escénicas como una experiencia más allá de lo intelectual, como un zarandeo, un revés, un rugido, una montaña rusa. No se los pierdan.