Y no es coña

Sin discurso ni maestros

Obsesionados con lo circunstancial, acabamos olvidando lo sustancial. Hemos fundido una década del siglo XXI y es difícil asegurar que exista un paradigma dominante o que alguna tendencia estética está ganando terreno cuantitativo o cualitativo en nuestros escenarios. Aventurar lo que puede verse en los próximos años pertenece al arcano de los economistas o los neocatecúmenos. Uno se pregunta si con el paso del tiempo la escena toca, se acerca, fija su mirada en asuntos diferentes, o sigue hablando de esas cosas eternas que podríamos reducir de manera esquemática al amor, la muerte, el odio, la salvación, la ambición, el poder, la sumisión y todas sus variantes. Quizás no haya más temas, que estamos hechos los seres humanos de unos materiales que han sedimentado desde milenios.

Si los asuntos a tratar varían poco, ¿encontraremos en las formas otras maneras de contar las mismas historias? Los avances tecnológicos aplicados a la escena solamente nos crean espacios alterados de concienciación, pero la estructura narrativa, por muy fragmentaria que se nos presente, con la elipsis convertida en un recurso más, expresado con artes visuales o la incorporación de un tercer elemento imprescindible como a veces parece ser el vídeo utilizado en vivo, parece haberse convertido en una moda que alcanza ya categoría de clasicismo, pero que en el fondo no alteran para nada los fundamentos básicos.

Desde la formulación del teatro post dramático hasta nuestros días han pasado miles de acontecimientos, experimentos, convencimientos, aportaciones, reformas y contrarreformas dramáticas, que nos coloca ante una ansiedad, un vacío objetivable. No hay discursos, se pedieron con la posmodernidad, con el falso final de la Historia, pero tampoco hay maestros, los jóvenes siguen estudiando en los centros reglados las mismas técnicas, con los mismos predicamentos, prejuicios, dogmatismos y fenomenologías que hace cincuenta años. O treinta. Parece como si la historia del arte del actor en el siglo XX se hubiera acabado en los años veinte, y desde entonces todo lo que sucedió en los lenguajes escénicos se ha convertido en evanescentes sueños, recuerdos confusos, melancolías asociados a efluvios de revoluciones perdidas que no han de encontrar un acomodo en los actuales sistemas de producción ni siquiera de manera accidental.

Por otro lado las dramaturgias actuales parecen estar afectadas por un cansancio. Como solamente dos o tres autores, dramaturgas, directoras han logrado imponer, con mucho esfuerzo y sin excesiva continuidad y seguridad, su idea estética, no hay manera de encontrar una línea sucesoria, ni imitatoria, por lo que quienes han intentado desde su espontaneidad aventurarse por caminos no aceptados de manera explícita por el mercado no encuentran aire para respirar. Por lo tanto parece existir una vuelta atrás, se busca la obra bien armada, la anécdota bien explícita, los diálogos chispeantes y que hable de asuntos poco o nada comprometidos, a no ser que sean para cuestionar o alabar la pareja. Ese es un monotema muy aceptado, en todas su vertientes, y solamente es necesario ver las carteleras o los últimos premios para comprobar que sí existe un frenazo, que incluso para ganar un premio hay que escribir con buena caligrafía teatral lo más semejante a los cánones comerciales existentes, y que al parecer, ya no se premian los riesgos.

Llegados a este punto hay que volver a plantearse la cuestión. Los públicos no deciden. No tienen oportunidad de elegir ya que existe un sistema de filtros que seleccionan los espectáculos que llegan a los teatros, por ende es ahí, justamente ahí, en el terreno del uso de los espacios de exhibición donde debemos incidir para solicitar más riesgos, más amplitud de miras, más compromiso con lo nuevo, o lo efervescente, o lo que apunte maneras. Es la manera de asentar nuevas vías, nuevos lenguajes, nuevos discursos, quizás nuevos maestros y con ello llegarán nuevos públicos que aceptarán estas nuevas formas y sus nuevos contenidos o sus nuevas maneras de contarlos.

Está todo por hacer, y hay que empezar cuanto antes. Y formar públicos, no a base de éxitos televisivos, que es una manera de reafirmarse en lo ya existente, en lo seguro, a veces en lo antiguo, lo caduco, lo que no prospera, sino de mostrarles las miles de maneras que hay de cantar un tango o de decir te quiero en un escenario. Indicar a los posibles espectadores que existen muchas formas, algunas muy cercanas a los públicos más reacios actualmente a acudir a los teatros porque, probablemente, no encuentren ningún estímulo ni en lo que se dice ni en cómo se dice en los escenarios para acudir. Y si avanzamos conjuntamente en todos estos factores, probablemente acortemos la diferencia de calidad y de presencia en la vida social y cultural que existe con los teatros de nuestro entorno europeo y americano, una circunstancia constatable: va creciendo la distancia de manera muy clara. Es preciso trabajar para lograr una convergencia en un tiempo prudencial para no perder esta oportunidad.

 

 


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