Sobre cuentos y cuentas
No resisto a la tentación de responder, después de leer la columna de Carlos Gil Zamora, el director de este periódico de las artes escénicas, titulada, CUENTOS Y CUENTAS, porque ha escrito sobre algo que a mí me genera una responsabilidad de opinión, pues está relacionado con lo que vengo viendo y oyendo desde hace más de treinta años, pues gestiono un evento de narración oral denominado Encuentro de Contadores de Historias y Leyendas, y por todo cuanto he visto y oído, y si es que para la formación del conocimiento se tienen también en cuenta las experiencias sensoriales, creo tener razones para terciar en esa discusión, que aún no termina, y que a mi juicio es la definición de narrador oral.
La narración oral, como actividad relacionada con el acontecer artístico, es nueva, mas no quiere esto decir que haya aparecido como una solución a los problemas con que se enfrentan hoy en día las artes escénicas, a las que de alguna manera han querido sustituir, pues antes que ingresar en el mundo escénico como una brigada de salvamento de éstas, muchos de quienes fungen como narradores orales lo que han hecho es envilecer la poca dignidad que han conseguido mantener algunos trabajadores de éstas, porque han desdibujado, con un sinnúmero de variables a las que impunemente siguen llamando narración oral, el objeto del teatro.
Y no es casual que ocurra esto, porque el oficio de contar cuentos, palabra esta última relacionada con embuste, engañifa, divertimiento, etc, es el que más se ajusta a las condiciones de liviandad reflexiva e indiferencia que caracteriza a la vida contemporánea, muy complaciente con todo aquello cuyo diseño es apto para hacer que cuanto se diga y se haga fluya sin pena ni gloria, para que no se convierta en un punto de partida de preguntas que causen molestias existenciales en las personas. Pero, además, muchos de quienes posan de narradores orales han hecho del relato de cuentos una cosa banal a la que le conceden sólo la misión del entretenimiento.
Hay cuenta cuentos, cuenteros, palabreros, vocingleros, animadores a la lectura, restauradores de valores sociales, consejeros, curanderos del alma, prestidigitadores, enamoradores, negociantes, etc, cuyo oficio está soportado por el relato de una historia, y por eso se autodenominan narradores orales, y es justamente esa incontrolable variedad de vertientes la que hace que este oficio, o arte, o pasatiempo aún no logre consolidar un respetable espacio social, porque además se ha convertido en una actividad a la cual llegan muchas personas por simple curiosidad, por accidente, por buscar en qué ocupar el tiempo, o por sustituir alguna otra actividad escénica en la cual no han logrado notoriedad.
Su indefinición en el objeto la hace poco respetable, aunque se la suele encontrar alternando en eventos de teatro, que es a lo que más tiende a parecerse, tal vez porque muchos de quienes ejercitan esta tarea provienen de él. Sin embargo, no ha conseguido una denominación autónoma con la cual pueda presentarse con nombre propio ante instituciones de cultura, porque generalmente los auspicios que salen a favor suyo llevan siempre el sello de las artes escénicas.
Si la narración oral se obstina en mantener parentescos utilitaristas, como por ejemplo, con el teatro, porque no encuentra otra forma de justificar su presencia social, nunca será tomada en serio, ni por el público ni por los funcionarios de cultura, y estará condenada a figurar siempre como actividad accesoria en los eventos culturales.
Para conseguir representatividad social debe volver a sus raíces, y reconocer que el que cuenta historias es, primero que todo, un producto de la naturaleza.