Velaí! Voici!

Sobre el gusto

¿»¡El gusto es mío!», como se suele decir? ¿Se trata, en el caso del gusto, de un sentido totalmente innato o, en materia estética y artística, de un constructo cultural y educacional?

Hace un tiempo acudí a ver el musical «Los miserables» en el Auditorio Mar de Vigo, uno de esos palacios lujosos y enormes que acogen grandes eventos de los que mueven a las masas, por ejemplo conciertos de cantantes famosos de música pop. El aforo de 1500 butacas es difícil de llenar y de rentabilizar los gastos de mantenimiento de semejante coliseo si no se programan eventos del gusto mayoritario y multitudinario.

El jueves, un día de semana, laboral, viendo «Los miserables» en ese palacio hermoso y megalómano, el Auditorio estaba lleno de gente hasta la bandera. Las entradas costaban de cuarenta euros, las menos, a sesenta y cinco euros, las más, y aquello llenó durante las funciones que realizaron a lo largo de cinco días, agotando las localidades desde el segundo día de representaciones. Un total de 10.000 espectadoras/es en cinco días, en una ciudad como Vigo que ronda los 300.000 habitantes. ¡No está nada mal!

A mí, que voy a ver prácticamente todos los espectáculos que se hacen en la zona de Vigo y alrededores, me llamó poderosamente la atención observar que no me sonaban las caras de las espectadoras y espectadores que atestaban el Auditorio Mar de Vigo. No se trataba, según mi opinión, del público asiduo al teatro. Muchas personas, antes de empezar la función de «Los miserables», durante el entreacto y al final de la función, sacaban sus Smartphones y hacían fotos, como turistas, del escenario, en el que se podía ver parte de la escenografía, y al final, de los artistas durante el saludo.

¿Qué había movilizado a toda aquella muchedumbre, en esta ocasión, al teatro? ¿Se trataba de que este musical de la productora Stage Entertainment era un espectáculo que GUSTA mucho?

Para empezar creo que el amplio departamento de marketing de la productora hizo muy bien su trabajo de publicidad, en el que participó la «prensa regional» cubriendo el evento con fotos y titulares en primera plana. Se anunciaba como el gran espectáculo de la temporada, con un elenco de más de treinta actrices y actores sobre el escenario, con no sé cuántos tráileres para transportar la escenografía y los dispositivos escénicos, con un amplio despliegue técnico, etc. Toda una megalomanía muy del gusto popular.

El hecho de representarse dentro de este palacio lujoso, así como el precio de las entradas, añadía también un índice de prestigio. Nada que ver con los nueve euros, por ejemplo, que cuestan las entradas del Teatro Ensalle de Vigo, además de que éste es un garaje reconvertido en una sala de teatro, y esto no es marca de pedigrí.

Otro factor que pudo contribuir al efecto llamada es el pseudoprestigio atribuible al propio título «Los miserables», por basarse en la novela homónima de Victor Hugo, aunque el libreto de la adaptación la reduzca a un melodrama que subraya los aspectos más cándidos, sentimentales e, incluso, religiosos.

Es de justicia poner en valor que este tipo de espectáculos crean muchos puestos de trabajo en el precario sector de las artes escénicas y también es de justicia señalar que el elenco, en general, tenía un altísimo nivel interpretativo y que cantaban como los ángeles.

Tampoco está de más observar que la recreación histórica de otras épocas también es muy del gusto popular, porque genera la impresión de viajar en la máquina del tiempo, algo que solo la magia del teatro o del cine puede conseguir.

No obstante, esa recreación histórica en la escenografía y la caracterización, en este caso, estaba estilizada hacia las postales cándidas de estética rayana entre el tono Walt Disney y Port Aventura. Acudiendo a estándares estéticos conservadores popularizados por la televisión.

El gusto se educa y, desde hace años, la televisión, la publicidad al servicio de ciertos productos de mercado, y el resto de medios de comunicación, se han ocupado en modelar y condicionar el gusto general. De tal modo que lo que nos gusta, en general, viene inducido de manera más o menos subrepticia por intereses comerciales (al servicio de los cuales también se pone la política).

Otro factor dentro del análisis superficial de este caso que nos ocupa: la partitura musical de «Los miserables» realizada por Claude-Michel Schönberg, es prolija en el uso de intervalos muy predecibles tanto en lo melódico como en lo armónico, dando como resultado una música muy fácil de escuchar y explotando, al máximo, el brillo efectista de las voces. Para acentuarlo, en los finales de cada escena, desde el control de sonido, elevaban el volumen y, desde el control de iluminación, creaban atmósferas apoteósicas subrayando, redundantemente, las cadencias perfectas conclusivas de la música (aquellas en las que se marca la tonalidad contundentemente: el famoso «chim – púm»), para provocar una irresistible necesidad en el público de aplaudir efusivamente.

Otro factor digno de consideración eran los cambios vertiginosos y espectaculares de la escenografía, transformando el espacio, como por arte de magia, en diferentes lugares, sin interrumpir el desarrollo de la acción. Todo esto sumado para atrapar la atención e incidir en la admiración.

Sin duda, un trabajo muy bien realizado e ideado, eficaz y exitoso.

Algunas personas de mi entorno debatían la pertinencia de este tipo de productos comerciales dentro del campo de las «artes» escénicas. Los defensores esgrimían la importancia de respetar la opinión de la mayoría del público, la evidencia del éxito. Incluso hubo quien me explicó que, en su estreno en Londres, hace una treintena de años, la crítica NO lo alabó, más bien todo lo contrario, pero ante la maravillosa respuesta del público acabó por aceptar su éxito y comenzaron a publicarse críticas positivas.

Y es que no se puede ir contra corriente y el cliente siempre tiene la razón (y cuando transformamos al espectador en mero cliente, también). Una persona del entorno de las artes escénicas me aconsejó una vez que no se debe morder la mano que te da de comer. Pero una amiga mía que es muy contestataria, la escritora y feminista María Xosé Queizán, replicó: «Dame pan e chámame can» (Dame pan y llámame can. El perro tiene dueño, amo, incluso en las conductas menos «especistas») y es que, ciertamente, es poco progresista la máxima según la cual debemos acatar aquello que nos dicte la mayoría o «quien nos da de comer», porque quien nos da de comer será porque nosotros estamos, a su vez, dándole algo a cambio.

En la TVG (Televisión pública de Galicia) hace muchísimos años que triunfa un programa de variedades llamado «LUAR» en el que, además de manifestaciones folclóricas gallegas, también puede verse a la Pantoja o a Pimpinela, etc. Hace un tiempo, unos amigos que realizaban otro programa en el mismo canal de televisión, pero este era un programa con un cariz más crítico, con sketches cómicos y una estética más juvenil, incluyendo grupos de rock, funk y pop gallegos, tuvieron una baja cuota de pantalla (share) y les cerraron el programa, de una semana para la otra, sin que les diese tiempo ni a despedirse de la audiencia supuestamente minoritaria que tenían. Entonces uno de estos amigos se despedía a través de las redes sociales y otro colega le respondía amargamente: «¡Mira como no cierran el eterno «LUAR»!». A su vez, otro colega, muy conocido de la profesión teatral gallega, retrucaba que el popular programa televisivo «LUAR» le había dado la oportunidad a muchos artistas gallegos, actrices, actores, músicos, cantantes, etc. cuando nadie los conocía y que les había ayudado no solo económicamente sino colaborando en su popularidad. Pues eso: «A vaquiña polo que vale». Libertad si, creatividad también, riesgo e innovación artísticas también, pero ojo con el bolsillo que todos tenemos un precio.

Después de esta digresión y volviendo al caso ejemplar que nos ocupa del musical «Los miserables», un joven escritor y director teatral gallego me comentaba que él había disfrutado como un enano del espectáculo porque sabía que el género del musical comercial es así: estética Walt Disney. Afirmaba que el contenido era decimonónico y que el musical grandioso es un género de masas y puntualizaba, en sus comentarios, que si hacemos teatro pretendidamente para una minoría culturizada, entonces no debemos tener envidia de quien lo hace para todos los públicos. También ponía en valor la dimensión política que hay en «Los miserables», de exaltación de los ideales y de la dignidad de los menesterosos y de las clases sin poder adquisitivo. Otro factor que le resultaba atractivo a este amigo mío era esa estética «camp» entre Walt Disney y los shows de Port Aventura, considerando, además, que quizás también teníamos que aprender de su eficaz mercadotecnia.

El problema de la «estética camp» o «retro», por ejemplo, es que quien pone esas etiquetas, quien hace esas distinciones, es porque tiene la distancia, el conocimiento y la consciencia suficientes como para realizar un análisis y adjudicar una clasificación estética a un producto o a una manifestación «artística» determinada. Se trata, pues, de personas emancipadas, con un grado de cultura alto que desde la atalaya del conocimiento (cual torre de marfil), bien porque tuvieron la ventaja de criarse entre libros, bien porque tuvieron acceso y dedicación a las fuentes del saber, pueden gozar de las cándidas postales «pop», «camp», «retro», etc., y utilizarlas, incluso, como una contestación y una huida respecto a otras manifestaciones sofisticadas de la alta cultura a la que, en realidad, pertenecen estas personas. Mientras que, seguramente, otras personas menos (in)formadas, que no son conscientes de las convenciones (las reglas de juego) que operan en esos productos «camp» o «retro», se los creen a pies juntillas y viven inmersas y condicionadas por sus valores.

Pongo un ejemplo genérico, mucha gente del mundillo de la cultura disfruta de ir a bares y tascas con aquella estética desfasada que ellos denominan «retro» (barra y decoración cutre, con suvenires de bailarinas de flamenco y toreros, etc.). Sin embargo, acodados en la barra podemos encontrarnos a otras personas que viven inmersas en ese mundo y forman parte de él, sin saberlo y, quizás, sin posibilidad de salir de ahí, porque no tienen conciencia de que viven sumidos en un estilo de vida «retro(grado)». Ciertamente, la posición de unos y otros es bien diferente y sería justo que el teatro intentase, además de entretener, humanizar, emancipar, ayudar a vislumbrar caminos de igualdad y libertad social para todas/os. ¿Es una utopía? ¡Será! ¡Pero yo le pido al teatro, como arte, que encienda utopías y revoluciones!

Conocer las reglas de juego y ser capaces de analizarlas, tanto en el ajedrez como en el teatro, no impide su goce, sino más bien al contrario, lo multiplica y pluri-dimensiona. Se trata de un goce cognitivo emocional que nos hace crecer, previniéndonos de caer en la candorosa ingenuidad que tan bien nos predispone a ser manipulables o esclavos, sumisos o fan(áticos).

Mi amigo el joven escritor y director teatral me decía, respecto al espectáculo de «Los miserables», que el había gozado como un enano de aquel montaje casposo, porque había reconocido todas las convenciones (reglas de juego) y figuras de género y estilo del musical, muy relacionadas con el melodrama decimonónico. Eso demuestra que este amigo mío no sucumbió a los modelos estético-ideológicos operantes, sino que disfrutó del juego desde una posición emancipada y libre, no salió de allí fascinado ni convertido en un seguidor o en un fan(ático).

La verdadera ideología entra antes por los ojos que por los oídos. Los modelos de comportamiento y los estilos de vida que implican un cierto grado de emancipación y un alto grado de humanismo, son aquellos que, más allá del panfleto, de la teoría o de la lección moral, actúan en la práctica a través de las imágenes (los movimientos, las acciones, que son la parte visible) y las estéticas asociadas. La verdadera ideología entra antes por los ojos que por los oídos y lo hace, además, de una manera subrepticia, sin que nos demos cuenta, a través de mecanismos estandarizadores o normativizadores como es la repetición y la variación. Por ejemplo, a fuerza de ver que una pareja es una unidad formada por un hombre y una mujer, el día que aparece una pareja formada por dos mujeres o por dos hombres se genera una anomalía, una irregularidad, una diferencia que debe ser castigada o marginada precisamente por romper la norma creada. Esto tiene que ver con una educación según la cual nos puede parecer anormal e incluso obsceno ver a dos hombres, por ejemplo, dándose un beso en la boca en un lugar público, algo que no nos llamaría, en absoluto, la atención de tratarse de una pareja heterosexual.

Pues bien, en «Los miserables» la estética conservadora de Walt Disney perpetúa la imagen de la mujer como sexo débil que debe ser protegida por el varón, perpetúa el papel benefactor de la Iglesia Católica a través del cura que acoge al desgraciado ladrón en su casa y le perdona que le robe, perpetúa la imagen de que el amor pertenece a una pareja heterosexual, joven y que responda a los cánones de belleza alimentados por la industria y la moda. Por eso también podría resultarnos obsceno observar manifestaciones explícitas de deseo entre personas mayores. Por eso nos resultaría inverosímil una Julieta o un Romeo «gordos» y miopes, con gafas. La estética Walt Disney, entre otras lindezas, nos hace interiorizar unos valores a través de mitos como el del «amor romántico» o el del príncipe azul que puede salvar y convertir en reina a cualquier mujer desvalida (desvalida ya por el mero hecho de ser mujer. Y si no es desvalida es porque es mala y bruja). Velahí los tópicos, esos lugares comunes tan fascinantes para el análisis, que condicionan comportamientos y estilos de vida, a través de mitos (historias ejemplares) y estéticas asociadas (el rosa para las niñas, el azul para los niños, etc.).

Sin embargo, las artes escénicas bien podrían contribuir al progreso y a la emancipación personal y social, más allá del panfleto temático, más allá de la historia (re)presentada, a través de estéticas innovadoras y arriesgadas, sin por ello dejar de entretener y divertir a la recepción, porque como dejó escrito Bertolt Brecht, el teatro, antes que nada, debe entretener. Pero el gran maestro de la dramaturgia también señaló la función pedagógica de la escena, y cito literalmente para que cada quien pueda extraer después sus conclusiones:

«Según opinión general existe una enorme diferencia entre aprender y divertirse. Lo primero puede que sea muy útil, pero solo lo segundo es agradable. Así que tengo que defender al teatro épico de la sospecha de ser un asunto extremadamente desagradable, tristón e incluso agotador.

Bueno, solo puedo decir que la oposición entre aprender y divertirse no necesita ser fatal por naturaleza, […]

Sin duda, el aprender, como lo conocemos de la escuela, de la preparación para un oficio, etc., es algo trabajoso. Pero considérese en qué circunstancias y para qué fin aprendemos. En el fondo se trata de una compra. El saber es una mera mercancía. Se adquiere para venderse a su vez. Todos los que han escapado al pupitre han de dedicarse a aprender a escondidas, pues el que admita que aún tiene que aprender más cosas se desvaloriza como alguien que no sabe lo suficiente. […]

Si no existiera un aprender divertido, el teatro sería, por toda su estructura, incapaz de enseñar.

El teatro sigue siendo teatro, también cuando es teatro didáctico, y siempre que sea buen teatro será divertido.»

Estudiar una carrera que tenga salidas. Planes de estudio, grados y posgrados universitarios enfocados, con gran afán mercadotécnico, hacia la compra-venta, el supuesto enriquecimiento y poder económico. Esto empieza a alentarse desde las multinacionales de la industria (también del espectáculo como industria) y a ser defendido por los gobiernos en sus leyes de educación, al servicio de ese sistema capitalista que valora y encumbra, por encima de todo, al nuevo dios del dinero y relega la persona y lo humano a un segundo plano.

Este es otro de los aspectos interesantes para la reflexión a partir del ejemplo de la eficaz mercadotecnia desplegada alrededor del ejemplo del montaje de «Los miserables» de Stage Entertainment.

La concepción de la cultura y el teatro NO como un servicio público, como reivindicaba Jean Vilar, creador del Festival d’Avignon, sino como una industria, nos lleva hacia ese horizonte de productos fáciles que se sumen y mantengan los modelos establecidos por otras grandes industrias del consumo global. Se trata, pues, de llegar a todo el mundo a través de lo predecible y de lo previsible, alimentado por efectos espectacularizantes (coups de théâtre).

Se trata, en el caso de «Los miserables», de que la masa vea confirmadas sus expectativas en la estética visual y sonora, previamente cultivadas por los programas televisivos de entretenimiento como Operación Triunfo, La Voz, Sálvame Deluxe, Gran Hermano, etc., las películas más comerciales de la factoría Hollywood, etc., asegurando, de esta manera, una ideología uniforme, homogeneizadora, conservadora… que garantice el enriquecimiento de una minoría privilegiada que administra esas multinacionales oligárquicas y la sumisión del resto.

Porque, entre los ideales de la industria, que sepa yo por mi experiencia en la misma, no están la igualdad ni la humanidad, ni la emancipación, ni siquiera el bienestar de las personas. De lo que se trata, en cambio, es de obtener el máximo beneficio económico con el mínimo coste, lo cual anima políticas empresariales sin escrúpulos y nos convierte en lobos («El hombre es un lobo para el hombre». Véase la película de Martin Scorsese «El lobo de Wall Street»).

Afonso Becerra de Becerreá.


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