El Hurgón

Sobre festivales (V)

No podemos apurarnos a afirmar, que quienes gestionan festivales tienen una misión dañina en contra de la cultura, pues su trayectoria y antecedentes nos llevan a identificar a éstos como personas con gran vocación por su oficio, y con evidente conciencia de su responsabilidad con la formación cultural de la sociedad dentro de la cual operan, por lo que tendemos a creer que su incondicionalidad con los nuevos diseños culturales, alinderados con los mojones de la diversión, se debe seguramente a su decisión de ajustarse a las exigencias de la contemporaneidad, para no desparecer, actitud que nos parece razonable, si atendemos al hecho de que nadie quiere ser desplazado de su oficio, mucho menos cuando a través de él logra notoriedad social.

La mayor parte de los oficiantes de las disciplinas artísticas, cuya esencia es llegar a un público, cada día hacen más esfuerzos por convertir sus obras en una apología del entretenimiento. En virtud de esta condescendencia, para librarse de la desaparición del escenario artístico, tanto autores como oficiantes ponen su imaginación, o talento, en caso de que posean una u otro, al servicio de la risa, la histeria y el frenesí, tres grandes indicadores, de mucha actualidad, para definir la calidad de una novela, de una puesta en escena, de un concierto musical, de un contador de historias, en fin, de cualquier expresión artística, y de lo cual se infiere que aquello que no produce risa, o no incita a reproducir en la realidad lo visto en escena, se convierte en una lamentable pérdida de tiempo.

Un estímulo, aunque esencialmente tenga como objetivo despertar las mismas reacciones, no se presenta con igual apariencia ante todos los públicos, porque existen unos, que no sólo resisten estímulos más fuertes, sino que los exigen, porque les sirven para domeñar emociones represadas, y es quizás una de las razones (¿casual?, ¿Inocente?) por las cuales en los festivales se dan matices de entretenimiento, que permiten de paso mantener las sanas diferencias entre los de arriba, los del medio y los de abajo. En virtud de esta aseveración podemos aventurarnos a decir que existen festivales, no sólo para estimular todas las conductas, sino para satisfacer todos los gustos y evitar que alguien se sienta excluido de la actividad cultural.

Se realizan festivales de contenido lúdico moderado, destinado a espíritus sobrios, que prefieren disfrutar con recato las emociones que les despierta una obra, los hay también para quienes se dan ciertas licencias, y finalmente, existen los que gozan quienes hacen caso omiso de cualquier convencionalismo, y están siempre dispuestos a consagrarse al relajo. Para no hablar más adelante de estos últimos, aclaremos de una vez que son los festivales de música, sobre todo de aquella que en nuestra jerga se denomina del despecho y que termina prestándole un gran servicio al establecimiento o statu quo, porque durante éstos, muchos de quienes integran el público, aprovechan para arreglar sus diferencias, debido a la gran capacidad que tienen dichos festivales para sacar a flote frustraciones y demás emociones contenidas.

La actividad artística hoy en día rinde tributo tanto a la risa como al frenesí y a la histeria, no sólo porque son tres opciones que conducen al éxito profesional del autor, sino porque la actividad artística es cada día más un procedimiento para distender a la población. Es algo así como un coliseo romano en constante gestación.

Las épocas cambian, no nos cabe duda, y, para no enloquecer, anhelando ilógicamente la perpetuación de lo que consideramos nuestra verdad, y por ende nuestra dependencia, es preciso comprender los cambios producidos en materia de percepción, gusto y objetivo, como una consecuencia de la trivialización ejercida sobre la vida, para restarle fuerza controversial al pensamiento, y arrinconar a los últimos, y ya pocos, promotores del arte como medio para la reflexión y cuestionamiento de la realidad circundante con ánimos de cambiarla.

En todo caso, este paso hacia la cultura del divertimiento por parte de autores y gestores culturales no parece exento de secuelas de indigestión espiritual, para quienes lo han dado -lo sabemos-, pues ha generado un permanente reato de conciencia, porque a muchos de ellos se les oye mencionar, en el seno de discusiones y reuniones sin relieve publicitario, su desacuerdo con lo que hacen actualmente, y para sostener la sinceridad de su dicho, hacen remembranzas de su comportamiento, cuando el éxito de un acto cultural se evaluaba por la cantidad de gente que salía del espectáculo dispuesta a cambiar el mundo al primer grito de generala.

Esta actitud nos lleva a guardar la esperanza de que estamos frente a un típico caso de trivialidad transitoria, de aquellos en los que cae la humanidad en tiempos de dispersión, cuando por temor a perder la fe termina abrazada a cualquier promesa o religión.

 

 


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