Sobre tablas y duendes
Sigue bailando. Aunque se caiga la flor de tu pelo, sigue bailando.
Si se rompe un tirante, si se rasga el vestido, sigue bailando. Siempre.
Pase lo que pase, no se te ocurra interrumpir el baile. Nunca te detengas a recoger la flor. A no ser, claro está, que integres dicha acción en el baile.
Aunque para ser capaz de hacer esto último y para hacerlo, además, sin despeinarse, hay que tener, o bien muchas tablas o bien mucho duende. Para tener muchas tablas has tenido que haber pisado mil flores sobre el escenario. Y haber tropezado otras cuantas. Tener tablas no significa haber salido ilesa de ellas, sino el haber salvaguardado un puñadito de dignidad ante ciertas ocasiones, el mínimo suficiente como para salir a saludar una vez finalizada la función, por muchos tropiezos que haya habido. Tener tablas es dar la cara. Es, primeramente, aprender a responsabilizarse de los errores en escena. Y no tanto, el saber darles la vuelta para convertirlos en genialidad. Esto último tiene menos que ver con la madera del suelo y más con el duende.
Lorca dio, en una ocasión, una conferencia sobre el duende. El duende del que hablan en flamenco. El duende como poder misterioso del arte, que nadie sabe explicar pero que todos reconocen cuando asoma a través de unos ojos, de una voz, de ciertos silencios o de negros movimientos. Dice Lorca en su escrito también, que tal y como le oyó decir a un guitarrista una vez, el duende no está en la garganta, sino que el duende sube por dentro desde las plantas de los pies. Parece que hay artistas ungidos de este poder. Son artistas que nunca «fallan». Y no tanto porque no se les caiga nunca el micro o jamás tropiecen sobre el escenario, sino por el «arte» que tienen para mejorar lo que hacían al tiempo que arreglan los desaguisados que suelen ocurrir cuando los duendes de los teatros andan revueltos.
Porque no podemos dejar de mencionar aquí tampoco a los duendes de los teatros. A esas criaturas a las que, a veces, les da por fastidiar. Y pueden llegar a liarla realmente. Los duendes del teatro están revueltos en esos días de función donde nada parece quedarse en su sitio y los objetos cobran vida propia. Pero no para bien, sino para empeñarse en caer del sitio donde debían quedarse o en no abrirse cuando debían o en atravesarse en medio del camino de alguien. Hay días así en escena. Y actores con arte. Actores sin miedo. Actores que resbalan y caen al suelo y dicen el texto desde allí. Como si nada. Como si su personaje siempre hubiera dicho lo que dice desde allí, bien repantingado y no sentado en una silla.
Ante algo así, el duende del actor ha echado un pulso con el duende que habita en ese teatro en cuestión y le ha vencido. Y yo me pregunto: ¿Conviven este tipo de artistas con el duende noche y día? ¿Están perpetuamente iluminados? ¿No serán acaso ellos mismos duendes camuflados entre nosotros, simples mortales?