Zona de mutación

Sociometría del memo político/1

Cuando se apela a una forma elíptica para despachar a todo el mundo como atrasado e indigno, es que no se concede rango de interlocutor a nadie. Es un truco: adjudicar a todos pertenencia al sistema al que se critica y denosta para neutralizar a posibles adversarios o contradictores. Pero siempre será más enjundioso hablar del parsimonioso histórico que de la triste historia de un Mesías salvador que nunca llegó. El problema de algunas radicalidades pseudo-partidarias es que creen dar la vuelta al mundo tan rápido-tan rápido que al final terminan chocando con su propia espalda. La infalible auto-suficiencia fracasa por a-histórica, máxime si prefiere hacerse un lugar con jarabe de pico antes que refrendar con trayectoria y obra concreta una valía real. Es que en el arbitrario e inmanejable campo de la diversidad de criterios y gustos, siempre cotizará mejor lo que cada uno aporta y, al cabo, será menos egocéntrico que sentirse orgulloso de una auto-medalla. Lo heterogéneo y diverso de la historia y aún del presente, confrontado y respondido con un purista ‘espíritu de cambio’, soslaya las cosas realmente dadas. Es hasta cómodo abogar por el derecho de pobres y ausentes, o de los ‘clochards’ de la calle, pero no atreverse a tomar con ellos un trago de la misma botella. Luca Prodan1 sí lo hacía, pero esto es otra historia.

El teatro tiene su situación realmente existente, sus promiscuidades, mal que le pese a Benedicto XVI. El purismo necesita una homogeneidad de la que las cosas carecen. Tal discurso sólo puede solventarse en una lógica de impiadoso terrorismo discursivo. La heterogeneidad no es un principio de exclusión, ni va contra la co-existencia, la unión, la cohesión. El bendito afán de asustar como a un pollo pequeño-burgués, ‘epater le bourgeois’ en el propio sector al que por oficio-profesión-vocación se pertenece, responde a la impiedad que toda revolución implica, en tanto su super-objetivo está por encima de la razón particular. Pero cuando es sólo ideológica, no funciona sino como petición de principio, no solventada por ninguna demostración o legitimación más que por la prepotencia auto-adjudicataria, por el acto de fuerza de algunos retruécamos verbales. Tal vez la revolución crea que su lógica estratégica puede más, en la coyuntura, que una lógica dialéctica que hace intervenir términos contradictorios en el elemento de lo homogéneo. Pero la autosuficiencia (discursiva) puede hacer perder la perspectiva y el valor de una lógica de conexión de lo heterogéneo, de lo dispar, y caer en una homogeneización de lo contradictorio. Así es que la diatriba y casi desprecio generalizado al sistema teatral operante, se profiere como una opción política ante quienes, mal que bien, conforman el teatro activo de este tiempo. No incorporar que no es lo ideal, que pueden encontrarse mil motivos para despreciar, es para favorecer la prerrogativa de un púlpito auto-propalante, que sobredimensiona el propio escenario. Es de público conocimiento: la ideología no es una ciencia exacta. Ya el origen del arte, a partir del trabajo, se tiñe en un filósofo como Plejanov de explicaciones y preocupaciones positivistas que Lukács. Posteriormente, trató de salvar, generando categorías que ponían al arte en el marco de una crítica de la economía política. Va de suyo que Lukács siempre habló del arte verdadero y no de acciones voluntaristas, de militancia que tienen un toma y daca similar al que el capitalismo le adjudica al artista como mercancía, en tanto circulante de un postor a otro, sin tener que hacerse cargo de tejer la malla por sí mismo. Es que en la medida que el gran capitalista logra hacer algo con el creador, se siente justificado. El riesgo de la contra-forma equivalente es despreciar el formato liberal que se le adjudica a este modelo de artista, porque se supone que como forma-símbolo es probable que se transforme en el modelo de su economía. Pero cuidado, es legítimo preguntarnos sobre si la libertad del comunismo consumado sería al fin de cuentas muy distinta, para el hombre, que la libertad de John Stuart Mills. Para el caso, la trotskeana “toda la licencia al artista” ¿no suena un poco liberal? Si a esto se le suma que “hace lo que le gusta”, que “vive como quiere” y encima se postula como empresario de sí mismo, estaríamos en una situación más compleja que merece un análisis otro que el mero vituperio, o el desprecio ideológico del ultra-radical sin compromiso, que se justifica en su incólume orgullo egocéntrico de desearlo ‘todo o nada’. Pero, la agudización de contradicciones a los empresarios de sí mismos no viene de la mano del terror verbolálico, sino por hacerles ver que como mercancías en sí, precisan justificar en el intercambio sus destinos de capital que se potencia en el trabajo que ese mismo sistema les ofrece. Todo esto en un ‘cuadro de situación’ que tiene su historia, y la incidencia sobre él podrá ser dialéctica o estratégica, o de una elusión absoluta que implica el que nos construyamos fantasiosamente un teatro (una cultura) a la propia medida. Al precio del aislamiento preservante y auto-excluyente, se obviará la historia del otro, pasando por encima de las deshilachadas reivindicaciones, no obstante conseguidas, en la que pueden computarse la construcción y desarrollo de organizaciones propias, de corpus jurídicos arrancados en base a una lucha de años, de un empoderamiento traducido en programas y negociaciones inter-institucionales, a partir de planos de legitimidad artístico-profesionales y no sólo a través del sueño de lo que esa historia debió ser. Tales organizaciones, expresión de un territorio conquistado al mar, con sus mecanismos electorales, bien podrían canalizar discordias, expresadas en listas alternativas que eviten el catatónico anclaje en la rabieta infantil, que a lo sumo, apelará a tirar el dulce de leche arriba del tablero. Si en algo superaron las vanguardias artísticas a las políticas, es que con su ‘más allá’ artístico evitaron el ‘más acá’ mesiánico de éstas.

Cuando se plantea un diálogo con el Estado se supone espalda para hacerlo y no el inconsciente reconocimiento al poder, de su proverbial no-hacer, que se opera al evadirlo. No amerita ya ‘recordar con ira’ lo que no se ha vivido o nunca ocurrió. Mejor será apelar a una cultura fuerte, a la insobornabilidad de lo creativo, que no se autoabastece de su propio subjetivismo psico-rupturista, ni que convierte el propio gesto en la exclusiva gema talismánica que no puede ir a la mano del otro, pues sólo podría contagiarle su tibieza, su reformismo concesivo y su incorregible capacidad de contubernio con el poder.

 

1.- Líder del grupo de rock ‘Sumo’.

 

 

 


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