Zona de mutación

Sociometría del memo político/2

Más allá (o más acá) de simpatías que cada cual guarde por la figura de Chávez o por su régimen bolivariano, no se podrá difuminar las cuestionables medidas tomadas contra agrupaciones teatrales, sospechadas no sólo de no ser adictas sino directamente acusadas de ser ‘perniciosas’ (sic). No comprometer una solidaridad con los colegas expulsados de sus salas y privados de sus subsidios en Venezuela, ¿no suena a convertirlos en conspiradores y realizadores de dudosa ralea? Entonces, las solidaridades tantas veces jugadas hacia otros pares, por mil causas que se presuponen comunes, en tanto suponen la pertenencia a un mismo sector, ¿se deponen porque estos grupos venezolanos, ultrajados con tamaña acusación, comprometen nuestras filiaciones ideológicas? Convendría arriesgar más por coherencia, y aún si hubiera una simpatía chavista de por medio, tener la entereza de hacer un clamor sobre que, otra vez, contra los artistas no. El estalinismo como rentrée anti-teatral ya tiene suficiente no sólo con haber ‘desaparecido’ a Meyerhold sino con haber sembrado la sospecha respecto a las verdaderas causas de la muerte de Brecht. Mejor sería que no toquen a los artistas.

‘La salvaguarda de la revolución’, no será la primera vez que se usa como fórmula pretexto. Cada uno podrá decidir lo que le produce el desalojo y quita de subsidios a grupos que colaboraron a renovar el teatro venezolano. Cargar con el mote de ‘perniciosos’, por atentar contra el Estado venezolano, ¿no será mucho? El simple carácter sustractivo de la maniobra, ¿no desafía las inteligencias de intelectuales y artistas? O el hacernos los despistados para opinar sobre algo así, ¿no será al fin y al cabo, la evidencia de nuestra efectiva falta de inteligencia? Pero, entonces por qué Farruco no cierra los teatros acusando al teatro de falta de inteligencia en vez de querer justificar las expulsiones de los grupos y artistas con argumentos que no podrá compensar, porque la obra de tales colectivos fue montada durante años, en algunos casos, por décadas. Mejor sería que no toquen a los artistas.

Entre ellos, incluido el grupo ‘Actoral 80’ fundado por un prócer argentino en el exilio: Juan Carlos Gené, hoy ya regresado a su tierra de origen. La ‘injusticia personal’, que se extiende significativamente a demasiados grupos, ¿no es el argumento? O se trata de embozar alguna posición por filiación ideológica. Pensemos con independencia y seamos críticos si hace falta serlo con un régimen que aún en la profusión retórica de su líder, deja filtrar viscosidades incomprensibles que no solventan su bolivarismo, bajo este sospechoso ahorcamiento a grupos teatrales. Hay un acuerdo democrático tácito que no debe dejar inerme a una cultura que acrisola por su acción acumulada, parte del tejido y la materia del modelo de país que Chávez defiende. Bertolt Brecht proponía que en nombre de la revolución no se tirara abajo los teatros, o que a sus edificios se los incorporara al concepto de ruina post-revolucionaria y que por ello se los convirtiera en escombros, por la sencilla razón que después, la revolución, no tiene la prioridad de reconstruirlos. Mejor sería que no toquen a los artistas.

Surge una pregunta: ¿un grupo de teatro que cumple largas trayectorias, cómo debe ser considerado patrimonialmente dentro del Estado? Cuesta creer que a los nombres que se asedia estrangulando sus presupuestos, o haciendo de sus opciones una ruleta rusa, sea un liso y llano error político. Lo triste de esto es que tengamos que volver a las viejas ortodoxias. Olvidándonos de aquello que no se negocia, sea Chávez, Kirchner, Evo o quién sea. Si no, estamos de vuelta en stalinismos redivivos que gozan de la complacencia dialéctica de unos y otros. Conformismos y pleitesías subalternas que pasan siempre por apoyar a éste o al otro, nunca pensar por sí mismas. Está visto que si se ha decidido ser chavista a pesar de todo, no se tenga garantías de que su respuesta, sintiéndose amenazado por una cultura independiente, precisa de las viejas incondicionalidades de siempre, que se adscriben ideológica pero objetivamente a un supuesto progresismo. Hay algo innegociable que la cultura puede encarnar, a pesar de las consumaciones inmediatistas que supone la instrumentalizacion del hombre de la cultura y el arte, como funcional a una gestión ideológica. A las turbiedades de un apoyo de máxima, sin conocer los designios del líder que reclaman apoyos personalistas, que se desparraman en mecanicismos políticos-populistas de rara catadura. Mejor sería que no toquen a los artistas.

El estatuto no escrito de acuerdo democrático, tiene la velada trangresión personalista del líder carismático, que no oye en los escenarios lo que quiere oír. Esto no es más que alineación y regimentación y lo bueno es estar ahí para decirlo. Asaltar la obra de Giménez, de Escalona, de Gené, de Luis Molina, de María Teresa Castillo, es como la condena que el sarmientino ‘civilización o barbarie’ disparó contra las montoneras populares, arguyendo su carencia de proyecto. No es honesto. Más bien suena a que se trata de unidimensionar el pensamiento revolucionario, considerando los escenarios como ficción reaccionaria, cuando en realidad se secciona la posibilidad de una diversidad en el marco de dicho acuerdo tácito (virtual aunque formal). Mejor sería que no toquen a los artistas.

Lo objetivo es que la calle no genera posiciones por generación espontánea. Se trata de crear condiciones. Todas parecen jugadas a las espaldas de algún nombre, de algún padre, cuando lo cierto es que el juego de culposidades políticas no se imputan como neurotismos de la gente sino como posiciones políticas que se ganan por organización, por peso sectorial que necesita organización, coherencia, ideas claras. Si la ley de la horda lleva a que la sociedad se asiente sobre ‘un crímen cometido en común’, es una ley que le cabe también a los padres revolucionarios, que la sociedad revolucionaria mate a su padre para codificar su lazo. La presunta ola progresista latinoamericana está sujeta a una pelea de poder cuyos contrincantes personalizados no pueden garantizarle a nadie sus designios, así como está visto, no pueden garantizar ni tan siquiera transparencia personal, como pasa cuando nos callamos sobre aquello que no beneficia a los personajes por los que simpatizamos, sea porque se enriquecen ilícitamente, porque censuran y persiguen, porque mienten, en fin. Mejor sería que no toquen a los artistas.

 

 


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