Subprime/Fernando Ramírez Baeza/Ricardo Campelo
Un «thriller» financiero
El dueño de una gasolinera situada en la M-40 acude a la sede de una gran corporación energética nacional, PETRESA, con un «pen-drive» en el bolsillo. En la grabación de vídeo que contiene se ve cómo una mujer, aún atractiva, se abalanza sobre su pareja en la zona correspondiente a los lavabos, le arrincona contra la pared y empieza a hacerle una felación.
Nada de particular en lo que parece ser una tórrida noche de verano madrileña, si no fuera porque se trata del Presidente del Gobierno y – para mayor escándalo – su esposa. Ni que decir tiene que la cotización del «pen-drive» sube como la espuma y que nuestras clases dirigentes – políticos, empresarios y banqueros – se pelean como hienas por él. Todos se enfrentan a dificultades mayores: PETRESA a un crédito que no puede pagar, el Gobierno a «la crisis» y a las presiones de la petrolera que, a cambio del famoso vídeo, le pide una concesión en Canarias, y la banca, como siempre, que quiere cobrar. Y luego está la guerra en Afganistán con su continuo goteo de soldados españoles muertos, un tema que, aún no sabemos en qué forma, obsesiona a Pablo, el dueño de la estación de servicio. Si todo ello se conjuga con la presencia de un abogado felón, un directivo al borde del divorcio, el Vicepresidente del Gobierno, un «hacker» siempre a cien y los patibularios miembros de diversos servicios de seguridad, se dispone de materia más que sobrada para poder montar un «thriller» autóctono que, como lo ha hecho brillantemente el autor, se desarrolla en las ajetreadas calles de nuestra ciudad en vez de en las de Chicago o Nueva York. Por la novedad de su argumento, su trama tan imaginativa y la complejidad de su peripecia, Fernando Ramírez Baeza recibió por Subprime en 2009, el año en que fue escrita, el premio Carlos Arniches de Teatro del Ayuntamiento de Alicante.
De modo que la obra, que se presenta en el antiguo Centro Cultural de la Villa hasta el 7 de abril, más parece que fuera un guión cinematográfico que un texto teatral. Y para resaltar esta tendencia, la puesta en escena de Ricardo Campelo sigue al pie de la letra las reglas constructivas de un film de serie B eliminando tiempos muertos, acentuando la preeminencia de la acción, saltando de sorpresa en sorpresa, introduciendo continuos vuelcos en el curso de la narración y llevando al espectador como en volandas hasta el funesto desenlace (y es que Pablo, el posesor del vídeo y militante activo por la paz, será abatido en plena calle). Subrayando este potencial fílmico, el montaje se apoya decididamente en la utilización de medios audiovisuales: desde el propio espacio escénico, muy funcional, hasta el empleo de pantallas situadas sobre él que nos van a permitir abandonarlo y seguir la peripecia por Madrid; por no hablar del continuo uso de móviles y demás artilugios electrónicos e informáticos con los que se complementa la acción. Un verdadero alarde de aparatos que contribuye muy positivamente a mantener al público expectante, siempre a la espera del siguiente paso. Y es que, como suele ocurrir en las películas de serie B, mantener la atención es necesario para no terminar perdiéndose en la complejidad de la trama, máxime cuando, como aquí pasa, la intencionada opacidad de las siglas y términos utilizados en el mundo de las finanzas le obliga al autor a incluir un pequeño glosario en el programa. Pero al final todo está claro: las vueltas y vericuetos por los que tienen que transitar hoy los gobiernos para defender sus intereses en nuestras democracias liberales no tienen nada que envidiar a la barbarie de otros tiempos: en el mejor de los casos, siempre terminan con un cadáver de por medio. Inmersos en el desarrollo del «rodaje», los intérpretes actúan con una homogeneidad pasmosa, centrado cada uno en su rol y llevándolo a cabo con esa verosimilitud y esa eficacia a la que el celuloide nos tiene acostumbrados. A esa manera de interpretar, alejada del drama y tan poco frecuente en nuestro país, se le llama, en términos teatrales, «distanciada». No por ello los intérpretes dejan de crear un clima especialmente electrizante o de traslucir sus emociones, pero lo hacen fríamente, de manera pautada y siempre sabiendo a donde van. Tal vez Chete Lera se pase un pelo en su interpretación un poco a lo bufón del Vicepresidente del Gobierno pero, viendo cómo está el patio, no sobrepasa nunca los límites de nuestra penosa realidad. Y en cuanto a Pep Munné, está sobresaliente en su encarnación de un capitán de empresa que, aunque se hunda la nave, no abandona el timón (ya vendrá el Estado a rescatarla).
Claro que, si al cabo de los años, vamos a empezar a hablar de lo que pasa, habría que tener en cuenta que, no por aproximarse al cine, va a adquirir el teatro un mayor grado de credibilidad. La «verdad» del cine, el hecho de que le resulte tan próximo al espectador, reside, junto a sus elementos teatrales (la adecuación de decorado, vestuario y atrezo y la interpretación de los actores) en dos elementos que le son específicos: la fragmentación de sus tomas, que le permite jugar a varios niveles de significación (una pasión tumultuosa en el contexto de una sociedad conservadora, por ejemplo), y el montaje que, al simultanearlos dialécticamente, le da un contenido al conjunto que no tiene por qué manifestarse explícitamente. Y es que, en el cine, el sentido surge de la contemplación de las imágenes casi de una manera espontánea, excitando la mente y despertando nuestras emociones. Así, si Subprime se rodase para la gran pantalla – una adaptación que puede estar pidiendo – adquiriría esa connotación de «realidad» que en el teatro se echa a faltar. Sus situaciones y personajes se nos aparecerían como un documental dramatizado, un Inside Job en forma de «cinema-vérité». Puede que la explicación de lo que ocurre estuviese ausente o muy difuminada, pero es que los hechos hablan por sí solos y la potencia de la imagen suple con creces cualquier interpretación verbal. La escena, sin embargo, no cuenta con los antedichos medios del cine. Por mucho que intente aproximarse a la imagen, como aquí ocurre, su fuerza reside en la palabra y su valor dialéctico, esto es, su «mensaje», proviene de cómo se construyan sus personajes y de su enfrentamiento a través del discurso. Así como la persuasión de la imagen cinematográfica nace de su proximidad con lo que conocemos como «mundo real», el teatro es el arte de la simulación y la mentira, de la «representación» de la realidad. Ahora bien, es precisamente esa falta de proximidad con lo real junto con su naturaleza discursiva lo que le permite al teatro el atreverse a dar explicaciones (todas distintas, claro) de esa realidad que se percibe, allá a lo lejos, envuelta en la neblina de los mitos, las elucubraciones científicas, los falsos pronunciamientos del Poder y las descabelladas opiniones del vulgo. Una «explicación» que el teatro le da al espectador allí presente y que naturalmente requiere un posicionamiento ético, una respuesta política y social por parte de éste.
Y tal vez sea la falta de esta explicación y esta respuesta las que hagan que en la posición en que se encuentra, a medio camino entre cine y teatro, Subprime no termine de convencer al respetable. Un ejemplo «a contrario» es El poder del sí (The Power of Yes) la pieza que el dramaturgo inglés David Hare – de quien, de la mano de José María Pou y Nathalie Poza, A cielo abierto (Skylight) está triunfando ahora en el Español – escribió sobre la crisis financiera el mismo año 2009 en el que Subprime recibió el Arniches. En ella y tras subirse el Autor al escenario, confiesa que no sabe nada de finanzas y que está allí para que le expliquen qué es lo que sucedió para que así, de pronto, se derrumbara todo el tingladillo. Y obrando en consecuencia, va convocando sobre la escena a decenas de expertos – al premio Nobel Myron Scholes, al otrora especulador y ahora filántropo Georde Soros, a Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal americana, a Howard Davies, primer presidente de la Autoridad Británica de Servicios Financieros, más toda una hueste de economistas, inversores, periodistas especializados y gentes del «parqué» – que, al tiempo que ilustran al Autor, van desvelando al público el inmenso albañal de errores, actos incompetentes, tropelías y abusos que terminaron llevando al Reino Unido de Gordon Brown al desastre. Puras disquisiciones verbales, puro discurso, puro teatro. Algo que podría haber hecho sin esfuerzo Ramírez Baeza, nuestro autor, en cuanto economista y abogado que es. Pero, como se ha dicho, eligió otro camino. La diferencia está en que, al salir del National de Londres en el que se representó la obra de Hare, el público pensaba: «¡qué barbaridad!» mientras que, al emerger del Fernán Gómez, sólo puede decir: «Es lo que hay».
Pero no nos equivoquemos, Subprime no es sólo un espectáculo vivo y entretenido sino que ofrece un excelente elenco de actores y un montaje casi experimental que autor y director han querido llevar hasta el límite. Y es más, escrita al comienzo de la crisis, el marasmo neoliberal que anunció hace cuatro años se ha hecho ahora, con creces, realidad. La predicción era correcta y la instantánea, hoy, no está movida. Se trata pues de teatro político de alcance, de ése que, tras la conmoción inicial del capitalismo salvaje, estamos necesitando ahora para comenzar a hacerle frente. El pasado martes, en la inmensidad de la sala, tan sólo había un puñado de personas, pero nuestro teatro se está despertando y me da la impresión de que, como ocurre en Subprime, va a dejar de estar mudo y va a empezar a hablar.
David Ladra
Título: Subprime – Autor: Fernando Ramírez Baeza – Director: Ricardo Campelo – Intérpretes: Daniel Huarte (David Rozas); Federico Aguado (Pablo Martínez); Pep Munné (Ángel Solís); Aitor Gaviria (Armando Tudela); Aure Sánchez (Dani Ledesma); Antonio Salazar (Carlos); Chete Lera (Pedro Riopérez); Jorge Lora (Luis) – Espacio Sonoro: Miguel Simancas – Creación Audiovisual: Jacobo Saro – Iluminación: José Manuel Guerra – Espacio Escénico: Mónica Boromello – Producción: Salvador Collado – Teatro Fernán Gómez: del 7 de Marzo al 7 de Abril.