Teatralidad terrible de la violencia
Para aquellos que sueñan con ver la revuelta de “Los Miserables” en las calles de París, los sábados de caos de las últimas semanas saciarían ampliamente sus esperanzas. Del Arco del Triunfo a la plaza de la Concordia, pasando por sus fastuosas avenidas aledañas, la onda de terror llegada desde los suburbios o las provincias olvidadas, azota la capital con un furor destructivo digno de una guerra civil, que ya sabemos son las más caprichosas y destructivas: Hermano contra hermano, pobres contra ricos, vecinos contra vecinos, provincianos contra capitalinos, blancos contra rojos, manifestantes amarillos contra policías azules, como en un encuentro de futbol sin pelota, en donde la cancha es el trazo impecable de la capital y la destrucción el atractivo final. Desahogo brutal del resentimiento, proclamado a los cuatro vientos en las manifestaciones marabunta.
Cristales rotos, autos incendiados, saqueos a cualquier tipo de tienda, choques en cualquier rincón cercano al Arco del Triunfo, es lo que provocan muchos manifestantes a su paso, amparados por las ovejas pacíficas que aceptan con toda candidez la destrucción que su acompasado paso provoca. Y las verdaderas víctimas son trabajadores que pierden su empleo, restauranteros que cierran su comercio, comerciantes que pierden su mercancía, sus bienes y su día de ventas. Y un furor imparable que retiene la atención de todos, más de 20 millones de telespectadores en Francia. Teatralidad cruel como la soñó Artaud que vería en este frenesí destructivo los aspectos más obscuros del ser humano, un brote de peste que desnuda las almas, la visualización de la loba envidia.
Ni siquiera los nazis durante la ocupación alemana de París causaron tantos destrozos como los que han perpetrado en las últimas semanas los ‘chalecos amarillos’. Cada sábado una nueva emisión de caos y retrogradación que el público universal puede seguir desde la tv o en las redes sociales, o si usted es un privilegiado turista de la ciudad luz puede asistir en directo a los desmanes, con la posibilidad de participar en las correrías de los afligidos transeúntes, o ser agredido por algún manifestante o recibir una bomba lacrimógena en la figura, y así ser público y actor como lo pide la modernidad teatral.
Reconozcamos que toda manifestación tiene sus atractivos escénicos: en la confrontación francesa (porque hay espectáculos en varias capitales de Francia) los actores se distinguen ya sea por su chaleco amarillo de los que se usan en caso de incidente o para los ciclistas, ya sean los uniformes azules de las fuerzas del orden; melodrama garantizado: los buenos contra los malos, los pobres contra el poder de los ricos, las heroínas anónimas contra el poder gubernamental. La teatralidad total con un desenlace incierto, cada sábado, hasta el caos final.
Aquí no hablo de los motivos políticos, hablo del espectáculo planetario que estos choques provocan. La violencia es atractiva, hipnotizante, contagiosa. La paz, en cambio, es antidramática, poco teatral, sirve para el final de una tragedia de Shakespeare, cuando todos los protagonistas están muertos y la obra termina.
Por eso pienso que es mejor encerrar la violencia en un foro: se tiene asegurada una catarsis, la visión puede ser global, el efecto mucho más fuerte, caos y orden, sangre y poesía, sueño y realidad… como bien sabemos, la muerte en un escenario es mucho más dramática que la muerte real que es como un golpe seco de guadaña, y nada más.