Zona de mutación

Teatro de la postpalabra

El período que de hecho abre en la modernidad el abandono que Rimbaud hace de la poesía con apenas una veintena de años, pone a valorar las implicancias del silencio, la paradoja del callar para intensificar aquello que callan las palabras. A poco de tal decisión las horadantes líneas de ‘La carta a lord Chandos’ de Hofmansthal. Y no lejos de esta, el comienzo del siglo XX con la proclama wittgensteiniana sobre que ‘de lo que no se puede hablar, mejor es callar’ o las enardecidas consignas de la vanguardia incipiente contra el texto. Las tremebundas guerras terminaron por poner a las palabras en ácido, para comprobar si aún portaban el sentido que los bienpensantes pretendían acreditarle. A la salida de ellas, Adorno y su no menos escatológico aserto: «después de Auzchwitz no es posible la poesía’, o la sistematización teórica de Artaud en contra de las traiciones de las palabras. Es verdad, de los pesados y significativos diagnósticos no resultó una literal mudez, o quizá sí. Víctimas de esa movida epigonal del nazismo que terminó siendo en Argentina el Proceso de Reorganización Nacional implementado contra el pueblo por las fuerzas armadas, ocluyeron la capacidad de hablar de tantos militantes de los años ’70, que a la hora de los tardías y actuales audiencias, llevaron a hacerlos manifestar que su presencia en tales juicios de la verdad eran una verdadera recuperación de la capacidad de hablar. Los traumas que pusieron a las víctimas en el retorno a zonas pre-lingüísticas, no hace sino resaltar que la palabra rediviva, capaz de conmover sonoramente al silenciado, es una especie de aquilatamiento verborreico que no puede prescindir del agua que pasó bajo los puentes. Se vuelve a la palabra, aunque esta no es la misma por la que las víctimas se comunicaron en el mismo léxico de los matadores. La proclama que porta el mensaje de cambiar el mundo no es igual al dictamen que les impuso su eliminación inapelable. Es la misma gramática, las mismas inflexiones idiomáticas, pero después del clivaje exterminador, lo aludido se acrisola en una cuajadura dicha aunque indecible. Los dramaturgos presumen de volver a la palabra, a veces con el simplismo de creer que así se obliga a retroceder a los turiferarios de unos teatros multisensoriales de la imagen, el tacto y todo eso. Con lo que volver a la palabra se asemeja a un nuevo conformismo si es que aquella no conlleva el condimento de esa nueva conciencia: que no se puede hablar en el mismo lenguaje de los poderes absolutos, de los que decretan la muerte o el exterminio por razones políticas. Los visionarios y malditos del siglo XIX fueron sucedidos por los poetas que intuyeron esa pérdida del sentido y no la caída en la irracionalidad como pensaron lukacsianamente algunos. Se trata en todo caso de re-encontrar en el páramo, en los humeantes campos, las raíces de una pospalabra que no es cómplice del cuadro perceptivo que canaliza la destructividad sistemática expresada como aniquilación del Otro. Es así que se entiende los silencios autoimpuestos del poeta, elevado a la condición de símbolo de una nueva relación con el mundo. Una nueva poesía capaz de canalizar las tremendas experiencias vividas. Un léxico capaz de portar una nueva condición de quien habla. No se trata de la graciosa inocencia del origen, capaz de desmantelar la exaltación de una nueva espiritualidad, continente de la magna experiencia que indica el por qué de aquella mudez y agotamiento del sentido. Una palabra que no es aquella palabra, una escritura que es capaz al consumarse, de encapsular y disolver el conflicto flamígero que amenaza con incendiar el alma. Es así, que si un actor busca el personaje como las Madres y las Abuelas buscan a sus hijos desaparecidos, la nueva escritura es capaz de lidiar con las ausencias (ese ‘objeto del siglo’ según Wajcman). El regreso a la palabra del pre-trauma es una acción de memos culturales, una irresponsabilidad instrumentalizante de la inocencia mal habida de los receptores.


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