Teatro posconflicto
La verdad es que hay lugares teatrales que me producen una envidia imitativa. Estoy en Manizales, en uno de los festivales de más larga trayectoria y tiene en su trigésima siete edición un evocación general en su programación que es analizar desde la escena la actual situación de proceso de paz en Colombia, lo que llaman el teatro posconflicto, lo que es una manera excelente, a mi entender, de colocar a un evento de estas características dentro de una idea programática que debe servir para configurar la parrilla final.
Quizás esta necesidad de hacer una programación habitual o , sobre todo, un festival, amparados en un marco ideológico referencial concreto, sea una cosa antigua, que solamente defendemos unos pocos ilusos que alguna vez tuvimos responsabilidades de gestión de festivales internacionales, como es mi caso. Es evidente que los festivales que llevan en su enunciado palabras definitorias como Clásico, siglo de oro, greco-romano, iberoamericano, ya están enmarcados, pero los que llevan el apelativo de Internacional, se convierten en un cajón de sastre en donde cabe todo, desde el producto más comercial y populista para llenar salas, hasta el teatro más híbrido existente en su mezcla con la danza y lo que hemos llamado en definir como productos festivaleros.
Estos festivales, que en ocasiones pueden ser hasta muy importantes, buscan productos de mercado, al mejor precio, que rellenen unas expectativas de novedad, concurrencia de modelos o tendencias, representantes de países homenajeados, directores conocidos o cualquier otra circunstancia incluyente, es decir no hay límites, lo marca la oportunidad de fechas y presupuesto, no se parte de una indagación previa, de una referencia, como decíamos, que configure un marco programático vinculado a un tema, una circunstancia, una idea del mundo.
Por eso nos gusta tanto que Manizales sirva de plataforma para que especialmente el teatro colombiano se exprese con propuestas que tienen que ver con el tiempo político en el que viven, con esa esperanza de una paz duradera y justa. Y por eso estamos viendo en sus escenarios espectáculos que afrontan esa situación con plena libertad, desde al tragedia, a la comedia, desde un punto de vista y su contrario, es decir, que ayuda a los, insisto, que partimos de nociones sobre el arte teatral como un elemento de contenido político irrenunciable, a reconciliarnos con una de las funciones que puede o debe tener el teatro como es reflejar de manera artística la realidad social en la que nace para transformarla.
Estoy ahora recordando la insistencia de Jorge Dubatti en señalarnos la existencia de un teatro argentino post-dictadura del que tanto hemos aprendido y tanto admiramos. Pero cuando se unificó Alemania, entre los muchos programas de índole social, política, económica y cultural, se sabe que se reunieron los directores de los principales teatros de ambas partes, estuvieron semanas debatiendo y salieron de ese encuentro con un programa específico de obras que iban a poner en escena para resaltar los valores de esa unificación. Casi nada.
Aquí, en el Estado español, estas cosas suenan a retórica, porque el deterioro de nuestras instituciones teatrales es absoluta, porque es casi imposible encontrar rastros de ideas previas en las programaciones de los teatros, incluso es difícil detectar, salvo contadas excepciones, una tendencia clara en su estética en los grupos, compañías y no digamos productoras. Y sería bueno que los que toman decisiones de montar una obra u otra, de programarla o no, recibieran un cursillo, que tanto les gusta, no solo sobre esas cosas exógenas al hecho teatral como elemento cultural y social de relevancia a los que están tan habituados, de internalizaciones y ampliación de públicos como si se tratara de una fórmula matemática, porque lo importante, a mi entender, es saber de qué se quiere hablar, y me atrevería añadir que hasta cómo, es decir, algo así como una dramaturgia de la programación y la producción.
Probablemente si se hiciera en serio, sin prejuicios, sin los dogmas que nos han llevado a este desastre actual, se aclararían conceptos primarios, básicos, que servirían para buscar soluciones mucho más viables y menos basadas todas en la subvención, la taquilla y el porcentaje de ocupación. Si supieran de qué quieren sus ciudadanos que se les hable, se allanaría un poco el camino.
Es un suponer. Aquí en Manizales los teatros están llenos de gente joven, madura y más madura. O sea, insistimos en lo mismo, hay que conectar con las nuevas generaciones tratando asuntos que les interese y con formas que las entiendan, o sea, dando espacio a lo nuevo y compartiendo presupuestos y escenarios con lo comercial, televisivo, adocenado y sin otro carácter que el entretenimiento inane que lamentablemente en demasiadas ocasiones es el palto único que se sirve, además frío, en las programaciones sospechosamente homogéneas de demasiados teatros de titularidad pública en todo el Estado español.
Por cierto, en Manizales, además de un programación ajustada a estos propósitos, existe unas actividades docentes, reflexivas, participativas que le confiere otro valor sustancial, de suma importancia y relevancia, porque implica a la comunidad universitaria y a la ciudadanía desde una experiencia teatral.