Teatro y fútbol
En pocas ocasiones de la vida, como en el fútbol, puede observarse el fenómeno de las dos carátulas, expresadas a partir del triunfo o la derrota, o ni siquiera por eso, sino como resultante de momentos del juego como cuando una pelota no se digna entrar entre los palos, o cuando la malévola sí lo hace, o cuando un jugador raspa con violencia a otro o cuando uno pasa a través de un caño o una bicicleta. La tensión-relajación de los ánimos, de los cuerpos, la descarga emocional o el silencio. La supuesta heroicidad que traen aparejados los resultados, buenos o malos, a favor o en contra. La semilla de una dramaticidad hiperconcentrada a la olla a presión de noventa minutos, o a ciento veinte en los alargues, ponen en el tapete la vigencia (casi extrema) de un agonismo intensificado por factores contextuales como la expectativa que ciertos jugadores promueven en el público, los periodistas, las publicidades, los famoseos brillantes, que solventan con factores imaginarios, subjetivos, las cargas con las que se va a las contiendas, casi todas decisivas cuando la gran desiderata es la obtención de la Copa del Mundo.
Es muy sintomático que a las ligas nacionales asisten los genuinos consumidores de este deporte. Al encuentro mundial asisten en principio, los que pueden solventar sus gastos, sobre todo a partir de motivaciones que conjugan la pasión por el juego de que se trata mezclado a una expectativa turística que hay que poder pagar, sin perjuicio del valor de las entradas que de por sí, decantan a aquellos pasionales originarios, que van siempre a los estadios de las ligas menores, llueva, truene o nieve, por el sólo gesto del amor a la camiseta.
Aún así, lo que rezuma es el drama. El grito de los pueblos, que arrastran desde la garganta los factores identitarios que los sellan: su alegría, sus postergaciones, sus resentimientos, sus complejos de inferioridad. El rito de sacarse de encima esa subalternidad que mata, la expresaba el público chileno que aunque su equipo no le ganó a Brasil como debió haberlo hecho, cosa de la que la justicia de los resultados no tiene juez ante el que comparecer, fluía en frases como «jugamos de igual a igual». Esa emoción por una equiparación de las posibilidades deportivas, no escamotea, por eso mismo, la sensación simultánea en el tiempo y el espacio, del pueblo argentino frente a la afrenta aleve de los ‘fondos buitres’ que amenazan con llevarse puesto todo el sistema financiero internacional, ante los cuales, la delictual conducta que nunca ha sido otra que la que expresa la voluntad de uno por dominar a otro en beneficio inconfesable de sí mismo.
Las dos carátulas del ritual deportivo, llevan atadas a las emociones que la configuran, a la ‘hybris’ en que el espíritu estalla, en una forma que revela el quién es quién de las personas, convencionalmente asumidas a una pertenencia que adscribe al nombre de un país, pero en cuyo seno más profundo, bulle la marca de la igualdad al otro.
Desde esta perspectiva, pocos acontecimientos, aún de cuño eventual, elimitan la catadura de los deseos más profundos, como el fútbol. Pocos puntos de encuentro universales aparejan la mayestática que posibilita al individuo, alcanzar autodefinitoriamente ese ‘nosotros’ tan debido a escala planetaria, por el que hay un sentido patrimonial y de responsabilidad, sobre la vida de todos los que se precien de querer bien vivirla. Aún con los detalles y matices corporacionales de quién es el que se lleva la parte del león a sus arcas, pero aceptando que es un sitio del que nadie quiere quedar afuera.
Qué decir de la urgencia de las máscaras, los cantos, los maquillajes, las indumentarias, las seducciones temporalizadas a un marco cronológico exiguo. Darlo todo en un instante, gritar gol, en la consumación de lo buscado.
Quizá también, sobre el verde césped, con la parábasis de los héroes que se retiran con tobillos averiados, rodillas inflamadas, energías quebradas, queda la certeza que sólo la dramática humana manifiesta: la sensación de una pequeñez que debe resolver en una equiparación con nuestros sueños de grandeza. La angustia de no ser, le negación de lo que ultraja, repelido en un grito tan multifacético como el de ‘gooooool’.