Teatros de la política
Hace unos días pude leer un reportaje en un periódico que se llevó mi atención durante un buen rato. «El teatro de ETA» se titulaba. En dos grandes páginas el documento analizaba la puesta en escena del último comunicado de la organización armada, donde se declaraba la tregua vigente. Expertos en lenguaje, tal y como aseguraba el rotativo, desentrañaban el simbolismo de los elementos que aparecían en el video: los gestos, la colocación del anagrama, el significado de las banderas, la elección del vestuario con sus chapelas y capuchas, la prosodia del discurso… Como era de esperar, siguiendo la línea editorial del periódico, el reportaje buscaba devaluar y restar credibilidad al mensaje lanzado. Así que sus conclusiones no me sorprendieron. Lo que me sorprendió fue que se utilizara en ese contexto la palabra teatro con cierto tono despectivo, cuando la teatralidad, en un sentido amplio del término, es consustancial a la gran parte los discursos políticos, sean éstos del signo que sean.
Este primer párrafo me permite plantear un tema que hace tiempo aguarda en mi tintero: el hecho de que lo teatral, más allá de los escenarios y del concepto de espectáculo, es parte esencial del comportamiento humano. Quien mejor ha estudiado esta cuestión es probablemente el profesor norteamericano Richard Schechner. Dice Schechner que la «performance» –palabra anglosajona de vasto rango, que no encuentra un equivalente en castellano y que significa simultáneamente actuación, representación, interpretación, espectáculo o rendimiento– se encuentra no sólo en el arte, sino también en la vida cotidiana, en el deporte, en los rituales, en la publicidad, en el sexo, en el juego, en los negocios y, por supuesto, también en la política.
En esta amplificación del concepto de lo teatral, Schechner encuentra una clave que define toda «performance»: la restauración del comportamiento. Un comportamiento restaurado es aquel que muestra una acción que no se hace por primera vez, que es fruto de una preparación o ensayo. De esta manera alguien que prepara o ensaya su comportamiento hace «performance». Encontramos «performance», por tanto, cuando un niño juega a ser médico o enfermo, en la ceremonia de una boda, en el presentador de un programa de televisión, en las animaciones de las hinchadas de fútbol, en los rituales de cortejo tanto humanos como de otros animales…
Puesto en este contexto, resulta obvio que la «performance» es parte fundamental de la actividad política, donde no sólo se quiere transmitir una serie de ideas, sino convencer a los receptores de que ese ideario es mejor que cualquier otro. Y para ello no basta con las palabras, es necesario cuidar todo lo que las envuelve. El mensaje, sea de izquierdas o de derechas, de un tipo de nacionalismo o de otro, tiene que resultar convincente al oído, a la vista y al resto de los sentidos. Mirado así, el proceso de puesta en escena de un discurso político no difiere de aquel que se hace en un spot publicitario para vender un determinado producto. Todo cuenta en uno y otro marco: el tono de la voz, los gestos, la escenografía, la indumentaria, el atrezzo… Hay que preparar y ensayar cada elemento para que nada esté en manos del azar que, tan imprudente él, puede desvelar ciertos aspectos de las personas que arruinarían el mensaje.
Los políticos de uno y otro bando se encuentran entonces con esa paradoja que tan bien conoce el mundo teatral: hay que preparar las cosas para que tengan la espontaneidad y naturalidad que las haga creíbles. Lo cual, estirando el significado de las palabras, también se podría decir así: hay que mentir para hacer llegar una verdad. Es obvio que en política esta paradoja no se lleva nada bien y que pese a toda la infraestructura que se mueve para sobrellevar esa contradicción con dignidad y eficacia, habitualmente los políticos ni resultan espontáneos, ni naturales y, mucho menos, verdaderos. Pero ese es un tema que debe guardar vez en otros tinteros.
Dicho todo esto, retomamos la estela del principio. Pese a las diferencias evidentes que existen en el terreno ideológico y que se plasman en una utilización diversa de los elementos simbólicos, remitiéndonos a lo sustancial, el proceso de «performance» es muy similar si comparamos el mencionado comunicado de ETA con cualquier otro discurso político de calado, como por ejemplo, y nos vamos al otro extremo, el mensaje navideño del rey de España o un pronunciamiento oficial del presidente de los Estados Unidos.
En estos dos últimos casos también existe un engranaje escénico elocuente. En el fondo, las banderas de rigor mostrando los escudos emblemáticos entre dobleces perfectamente diseñadas. Sobre las mesas pequeños objetos dando cobijo simbólico: libros, figuritas religiosas o fotografías de la familia ofreciendo su mejor perfil. En medio de todo ese dispositivo estudiado al milímetro, el personaje, acicalado poro a poro, mirándonos con un gesto muy entrenado, queriendo transmitir, desde el primer golpe de vista, confianza y serenidad. En su vestuario no hay nada improvisado: el color del traje y de la corbata han sido concienzudamente seleccionados tras arduos debates entre los asesores de imagen, para que la indumentaria no se convierta en noticia inesperada. Y entonces llega el gran artificio: el personaje pone en su boca un discurso que todo el mundo sabe que no ha escrito él y que, en un verdadero alarde teatral, después de haber ensayado arduamente los gestos y la prosodia, debe hacer creer a la audiencia que es suyo. La sociedad asume de tal manera esa artimaña que, lejos de sentirse engañada, lo considera una convención natural de la política.
Así pues, el teatro entendido como «performance» está indisolublemente ligado a la actividad política de toda índole, sin que ello añada un valor peyorativo. A pesar de lo cual, intuyo que será difícil leer en ciertos medios de comunicación reportajes como «El teatro del rey en su mensaje navideño», «El teatro de Rajoy en su última rueda de prensa» o «El teatro del Lehendakari el día de su investidura». Y es que por estos lares los periódicos aún juegan con la mala prensa que, en ciertas circunstancias, tiene todavía la palabra «teatro».