Tierra y danza. Leira de Nova Galega de Danza
En Galicia, hasta no hace mucho, la tierra era una “leira”. Tierra de labranza. Tierra cultivada. Y eso dio, en cierto modo, una tierra culta, a su manera. También el mar es una “leira” para quien lo trabaja. Y encima está el cielo, un cielo muy anterior al de la religión monoteísta que lo ha monopolizado. El mismo cielo que tenemos encima, en Galicia también lo tenemos debajo, extendiéndose como una retícula electrizante por el subsuelo.
Muchos de los cantos, músicas y danzas de raíz tienen que ver con las labores agrícolas y marineras, que conectan lo subterráneo con los celeste. Los ritmos de “muiñadas” y “muiñeiras”, con el traqueteo de las acequias, movidas por el caudal de los ríos; los “mallos” (mayales) de “mallar” (majar) el trigo o el centeno en la era, antes de las máquinas; raspar el lino; “esfollar o millo” (quitarle las hojas al maíz); las percusiones de azadas y otros aperos, sincronizadas con el aliento…
En Galicia se ha mantenido especialmente viva, en la música y en la danza folk, con el sello de música celta u otras etiquetas, esa vinculación con una tradición cultural de base rural y marinera.
En el terreno de la danza, una de las compañías que más se ha ocupado en revitalizar y actualizar el folk, es Nova Galega de Danza (NGD), que acaba de estrenar Leira.
Fue el 17 de enero de 2020 en el Teatro Rosalía de Castro de A Coruña. Un verdadero evento social, con entradas agotadas y una cola de gente que daba la vuelta al recinto. Las entradas no eran numeradas y todo el mundo esperaba en la cola para poder hacerse con un buen sitio.
Después de haber visto algunas de las últimas piezas de NGD y saber algunas cosas de las que no he podido ver, porque me las contaron sus coreógrafos, cuando hablé con ellos con motivo del trabajo que estoy haciendo sobre la Historia de la Danza Contemporánea en Galicia, creo que Leira es la pieza en la que NGD más se vuelca en la heterodoxia de la danza contemporánea.
Apenas unos apuntes de baile folclórico gallego al principio y al final de la obra. Muy bien situados, por cierto, como obertura y coda. Un recibimiento que nos ayuda a entrar en ese contexto dancístico, literalmente pegado a la tierra gallega. La escenografía, que firma el director de la compañía, Jaime Pablo Díaz, recorta sobre el linóleo negro del suelo, un gran rectángulo de tierra y en el foro se alza una pared de paja. Así que el baile folk gallego, de ágiles saltos y giros, levanta la tierra del suelo y la alza, como se alza y eleva aquello que se ama.
En la coda o secuencia final, la vuelta al baile tradicional, que nace de la percusión que hace Iván Villar con las palmas en las piernas y en el pecho, genera una cadencia perfecta que arranca el enfervorizado aplauso del público, igual que acontece en el flamenco. Porque, creo yo, que se da, en estos casos, una identificación muy tribal y, a la vez, muy pulsional con esa música y ese baile tan energéticos y tan asociados a nuestras “foliadas”.
Por el medio, desde la obertura a la coda final, la pieza se compone de secuencias con tendencia al cuadro o a la estampa, por la factura plástica en la que confluye la coreografía de Iker Gómez, la iluminación de Antón Cabado, a veces desmaterializadora y poemática, y otras veces, todo lo contrario, incisiva en lo concreto y material de los cuerpos en pugna y de la tierra removida.
También confluye, en esta combinación de rito agrario poetizado, la composición musical de Sergio Moure de Oteyza, en la que semeja predominar el canto vocálico, como un eco lejano, que deja traslucir el ánima de un pueblo. Un ánima que a mí me parece femenina. Una composición musical que armoniza los acordes y sonoridades de la música tradicional, desde la “pandeirada” a las lúdicas y antropológicas percusiones, realizadas con aperos de la labranza, con un estilo actual, por veces eminentemente melódico, como en los temas que canta Rosa Cedrón, y en otros cuadros, con un estilo más ecléctico y complejo. En la partitura de Sergio Moure de Oteyza entra incluso el viento, los pájaros, unos perros que ladran al fondo. El efecto sonoro se vuelve música y la música se confunde, en algunos momentos, con sonido ambiente, imbricado en el rito agrario.
El elenco dancístico, el día del estreno, formado por Inés Vieites, Estefanía Gómez, Iván Villar y Pablo Sánchez, iba con un vestuario muy similar, diseñado por Erica Oubiña (pantalones amplios marrones y blusas también amplias, claras, casi blancas), sin marcadas distinciones de género mujer/hombre, en sintonía con una actualidad progresista y, al mismo tiempo, en coherencia con un concepto dancístico contemporáneo, que tiende a diluir los constructos normativos con una fisicalidad poderosa que revienta los compartimentos estancos.
Una fisicalidad caracterizada por una rica gama de cargadas de carácter muy plástico, como metáfora coreográfica de las cargas que el trabajo labriego comporta: cuerpos que acarrean haces de leña, de verdura, de paja… Los contactos y las cargadas, por veces son delicados y sutiles como caricias, pero otras veces se acercan a la pulsión de la lucha.
En toda la pieza está muy presente, de manera concreta y material, la tierra. Su manipulación, por parte de las bailarinas y bailarines, le confiere una entidad muy relevante, casi como si fuese un ente animado. Esta, en cierto modo, personificación, se debe a los múltiples usos que hacen de ella. Juegan con la tierra, como podrían jugar las niñas y los niños, hacen pequeñas montañas, escavan hoyos, se plantan en ellos, la transportan en baldes, la esparcen como si fuese simiente para un cultivo… Además, la coreografía trabaja mucho en la horizontal, con movimientos que implican el contacto con la tierra de diferentes partes del cuerpo, desde las mejillas y la frente, hasta la cadera, la espalda, el pecho… También la acentuación en el trabajo con el peso del cuerpo, los pies siempre descalzos, y los desplazamientos que dibujan en la tierra la estela geométrica y mágica de sus recorridos.
Los senderos de las labores agrícolas se cruzan, aquí, con los senderos de una danza que abraza su abstracción con la raíz labriega, que late en mucho de lo que somos.
La presencia y la voz emocionante de Rosa Cedrón le aporta al conjunto un lirismo que lo suaviza. Incluso le añade un cierto tono “romántico” a algunas secuencias, como en la que canta un tema vinculado a la soledad, mientras un dúo chica/chico (Inés/Pablo) danzan una relación que acaba con el desfallecimiento del joven; o la secuencia con el tema sobre la luna, en el cual el dúo de bailarinas (Inés/Estefanía) evoca una hermandad, una sororidad, femenina que simbiotiza con la tierra y con la luna, “a miña Señora das mareas” (Mi Señora de las mareas). Velahí el politeísmo panteísta que asoma en esta danza que se mezcla y enraíza, de manera muy física y a la vez anímica, con la tierra. Esa tierra que no es un simple paisaje para contemplar o para pisar, sino un ente vivo con el que se dialoga en danza, cuerpo a cuerpo.
La repetición de frases de movimientos en la horizontal, al unísono, del cuarteto danzante, recrea, de manera maquinal y estilizada hacia la abstracción, con percusión de manos y pies en el suelo, las rutinas laborales. En otro momento, se iluminan, aquí y allá, estampas fijas, como fotografías, que evocan la labranza.
El caminar cansado y el cuerpo rendido, por la dureza del trabajo, cede a la algazara festiva del final, al repiquetear de las manos en el pecho y a la alternancia de baile folclórico gallego con contemporáneo. Un despegue ascensional y solar que acaba con la ovación del público.
El director de Nova Galega de Danza, Jaime Pablo Díaz, cuando subió al escenario para saludar, recibió un hermoso ramo de grelos frescos. ¡Nunca otro tal se ha visto!
No podría haber un ramo más simbólico. Los grelos son las hojas y los tallos tiernos del nabo. Exuberantemente verdes, resistentes a heladas, ricos en vitaminas y minerales, son insignia de la cocina gallega del interior (lacón con grelos). Cocina cuya excelencia se debe, en buena parte, a los productos naturales de la tierra, de la “leira”. Pero esta tierra, además de grelos, también es rica en danza, como acaba de demostrarnos la Leira de NGD.