Tocar(nos) un texto barroco desde una sensibilidad actual. ‘El príncipe constante’ de Albertí & Homar
Estamos en una época crítica que nos recuerda nuestra vulnerabilidad y nos retrotrae, en las medidas de confinamiento y distancia sanitaria, a épocas pasadas. Épocas de las que tenemos noticia por los libros de historia más que por el alcance de nuestra memoria. La pandemia no es un trending topic cualquiera, no solo por la gente que se llevó por delante, sino también por la crisis que, a muchos niveles, ha provocado y por las secuelas que todo esto va a tener. Sin duda, estamos en unos momentos en que la fe y la constancia, la empatía y la solidaridad, la responsabilidad individual y de grupo, son valores necesarios para no caer en la zozobra.
Pero estos valores son letra mojada, palabra que se lleva el viento, en una sociedad de un bienestar basado en la conveniencia, el mercadeo (marketing), la pose, la competitividad y el consumo. A los hechos me remito, por ejemplo, cuando analizamos el miedo fundado de muchos padres y madres a que sus hijas/os quieran estudiar arte dramático o danza. Miedo fundado a que no tengan una seguridad económica en una sociedad que no valora las artes escénicas, no las considera un bien necesario y, por tanto, condena a la precariedad a quien se quiere dedicar profesionalmente. Las artes escénicas no son un bien de consumo igual que no lo es la filosofía o las humanidades, que padecen la misma desconsideración en esos planes de gobierno que buscan personas entrenadas para producir y consumir y no para pensar.
Sin embargo, el teatro puede poner en acción el pensamiento y mostrarnos cómo los valores humanos son la médula que nos constituye. Pienso en todo esto después de ver El príncipe constante de Calderón de la Barca, una joya del repertorio de la literatura dramática del Siglo de Oro, escasamente llevada a escena en las últimas décadas. Una tragedia de pensamiento y verso deslumbrantes, que se presta a debates polémicos si se interpreta desde perspectivas que encumbren el sacrificio, el fanatismo religioso o el conflicto entre religiones, razas y poderes. Una obra en la que casi el cien por cien de personajes son masculinos y, ligados a la nobleza y al estamento militar, ostentan los correspondientes códigos del honor y la fuerza.
La Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) del Ministerio de Cultura, que dirige Lluís Homar, nos ha brindado la oportunidad de asombrarnos ante una obra del 1629 que, de la mano de Xavier Albertí (ex director del Teatre Nacional de Catalunya), actualiza los conflictos y temas principales de este texto, sin necesidad de alterarlo formalmente ni reescribirlo.
Sin duda, poner en escena un texto de la primera mitad del siglo XVII no es una tarea fácil y requiere de una fina e inteligente ingeniería de dramaturgia y dirección escénica. Las convenciones de juego del teatro barroco pertenecen a una tradición interiorizada pero, aún así, exótica y difícil para la sensibilidad actual. Personajes con ideales trascendentales, que nos pueden resultar, hoy en día, grandilocuentes. Parlamentos extensos, llenos de metáforas y figuras retóricas que complejizan la expresión, maneras y actitudes ligadas a códigos de conducta caballeresca, alejados de nuestro día a día y un largo etcétera de detalles que se nos escapan y que abren una distancia que nos puede hacer pensar: ¡menudo tostón!
No obstante, Xavier Albertí es uno de los directores con mayor sensibilidad musical para escuchar, desde oídos actuales, un texto complejo de otros tiempos. De nada vale llenarnos la boca afirmando que un texto clásico es aquel que continúa a hablarnos de cuestiones fundamentales hoy en día, porque sus personajes y situaciones guardan las “esencias” de lo humano. Es muy fácil afirmarlo, pero no lo es tanto demostrarlo sobre un escenario. Es muy fácil decirlo, así en general, pero no lo es tanto ponerse a ello con una obra como El príncipe constante. Para que un texto de otro tiempo nos pueda llegar y tocar en esta época líquida, de inmediatez y consumo de productos mediatizados por lo tecnológico, es necesario saber leer y escuchar el texto.
Lluís Homar, director artístico de la CNTC conoce bien a Xavier Albertí, porque han trabajado juntos, asumiendo retos teatrales complicados, con muy buen resultado. Homar sabe que Albertí es un director con oído y ejecución musical y sabe que El príncipe constante es música y que si le quitas la música acabas con la magia y con el medio para vehicular el sentido. Acontece así, entre otros, con los textos de Thomas Bernhard o de Lluísa Cunillé Salgado, en cuyas lecturas Albertí es un maestro consumado.
El 16 y 17 de abril de 2021, El príncipe constante estuvo en el Teatro Rosalía de Castro de A Coruña, donde acudí el sábado 17, deseoso de ver cómo el tándem Albertí – Homar asumían el reto de esta pieza. Debo confesar que soy un admirador de ambos creadores teatrales, porque todo lo que he podido ver de ellos ha sido una fuente inagotable de placer y aprendizaje.
La propuesta de Albertí, como era de esperar, no consiste en una escenificación historicista que pretenda activar la máquina del tiempo y trasladarnos a los años 1437 – 1438, en los que se sitúa la acción, cuando el rey Don Duarte de Portugal autoriza la expedición militar contra Tánger y Arcila, capitaneada por sus hermanos los infantes Enrique y Fernando. El monarca muere de peste en 1438. Ojo al dato: la historia acontece en época de pandemia.
Albertí, como acabo de apuntar, no acomete una historización museológica, pero tampoco se lanza a una reescritura exhibicionista en lo creativo, que substituya el texto original de Calderón por un texto actual y que, sobre el escenario, salte hacia una estética de modernez provocadora.
Albertí coge el texto, como si fuese un director de orquesta, y conduce su interpretación, respetando la partitura de Calderón punto por punto, desde una sensibilidad actual, en un momento de crisis originada por la pandemia y por la dificultad inherente a litigios como los que se libran en esta obra.
Desde ahí el espacio escénico se nos presenta texturizado, en la escenografía de Lluc Castells, que también firma el vestuario. Un espacio abstracto y dúctil para el juego actoral. El escenario es así, una especie de cubo de tonos arenosos, entre el ocre y el azafrán, que pueden evocarnos los colores y el ambiente de Tánger, una abstracción de lo africano y lo árabe. También resulta un espacio idóneo para que la incidencia de la luz, diseñada por Juan Gómez-Cornejo, sobre los trajes negros del elenco y sus disposiciones, ofrezca una calidad pictórica de una hermosura sutil, que contribuye, sin duda, a la emoción estética, que se vendrá a sumar al conjunto de emociones producidas por los conflictos dramáticos.
El texto de Calderón de la Barca se respeta en su práctica totalidad y la dicción, con un trabajo del verso auspiciado por Vicente Fuentes, huye de cualquier tipo de tonemas (entonaciones cliché) y engolamientos, buscando su organicidad y sencillez amarrados al progreso de los grupos de sentido que constituyen el discurso.
Lluís Homar, en el papel del Infante Don Fernando, el príncipe constante, marca, en cierta manera, la tonalidad y el modo (en términos musicales y no solo) de la perspectiva desde la cual todo el elenco interpreta esta pieza. Contención expresiva, economía de movimientos y gestos, búsqueda de la facilidad y la sencillez… son algunas de las divisas principales de la interpretación. Nunca vamos a escuchar gritar a los personajes, ni siquiera en las situaciones de mayor enfrentamiento. Nunca vamos a asistir a actitudes de alarde o chulería, dentro del reglamento no escrito de la virilidad. Homar nos presenta a un Fernando austero y sumamente empático con los demás personajes, independientemente de su etnia o religión. Es paradigmática, a este respecto, la escena en la que le perdona la vida a Muley y, en vez de convertirlo en su rehén o esclavo, lo libera después de observar su tristeza y darse cuenta de que esta no derivaba solamente de la derrota militar, después de ofrecerse a escuchar sus congojas y descubrir que padecía de mal de amores. Estamos, por tanto, ante un Fernando que se despoja de cualquier clasismo, racismo o rigor violento. Un aristócrata que lucha en el campo de batalla, cumpliendo con su deber militar, pero que, no obstante, no es privado de la razón y la empatía por la ambición de poder o la ceguera de la adrenalina y la testosterona.
Al estar Lluís Homar en esta tonalidad, es difícil que el resto del elenco se vaya a disparar hacia otros estilos más explosivos o evidenciadores. Si a esto le sumamos el papel de un cuarteto de cuerda en escena, entrelazándose de manera armónica con el diálogo en verso, facilitando transiciones de escenas o interaccionando como un personaje más, entonces podremos apreciar esa sutil filigrana que Albertí orquesta para que el texto no solo suene, sino que resuene en nosotras/os y consiga tocarnos y afectarnos.
Una orquestación entre actuación de la música, musicalidad de la actuación o interpretación actoral y plasticidad de la iluminación, el movimiento, las disposiciones espaciales y la escenografía, que consigue darle el vuelo cósmico y trascendente a la fábula de El príncipe constante.
Yo estuve prendido todo el tiempo, disfrutando de la musicalidad no solo de la dicción en diálogo con la música, sino también la musicalidad de las disposiciones actorales en el escenario, los movimientos y la gestualidad, en su contención y austeridad, como ya he señalado. He disfrutado de la musicalidad no solo en lo audible sino también en lo visible, de un montaje elegante y sobrio. Una musicalidad refinada y justa, que vuelve accesible el verso. También el contrapunto de humor sutil y simpatía ingenua del actor gallego Jorge Varandela, que interpreta al personaje de Coutiño, el criado de Fernando, igual que el buen hacer del resto del amplio elenco.
Es, de esta manera, cómo la dimensión más filosófica y existencial de la tragedia El príncipe constante, se nos acerca. Valores humanos necesarios en situaciones de crisis, como pueden ser la fe, la responsabilidad, la constancia, la solidaridad, la dignidad, alejadas de actitudes violentas o de viejos códigos relacionados con la virilidad y el honor.
El sábado 17 de abril, el público de A Coruña ovacionó largamente la función y muchas personas del público se pusieron en pie. Yo sé, incluso, de alguien que se emocionó mucho con las escenas finales y pudo experimentar, en cierta manera, la catarsis que Aristóteles indica como uno de los efectos más preciados de la tragedia.
P.S. – Artículos relacionados:
“Fabià Puigserver, Lluís Homar y los 40 años del Lliure”, publicado el 19 de diciembre de 2016.